Un estadounidense, con distancia física hacia Europa y distancia emocional hacia el futbol, tuvo la perspectiva para acuñar semejante portento de frase: “El futbol es el milagro a través del cual Europa aprendió a odiarse sin destrozarse”.

 

 

La cita de Paul Auster, puntilloso remate al ángulo, alineará este viernes sobre la mitificada hierba de Maracaná: Francia y Alemania enfrentadas, como ya es costumbre, sólo con el balón de por medio y nada más que eso.

 

 

Hasta hace unas cuantas décadas había académicos que aseguraban que a lo largo de sus dilatadas historias y sus denominaciones tan cambiantes como sus fronteras, estos vecinos habían sostenido una sola guerra con esporádicas treguas.

 

 

Alianzas y traiciones, armisticios e invasiones, represalias y rencores, en un interminable ciclo de suspicacia y odio, de tratados y compensaciones que dejaban la tierra fértil para la siguiente confrontación.

 

 

Precisamente tras el Mundial de 1998 en Francia, Auster explicó: “Cuando seguí la Copa Mundial del pasado verano y observé a aficionados de varios equipos nacionales ondeando la bandera de su país y entonando canciones patrióticas, entendí que los europeos finalmente han encontrado un sustituto para la guerra. Sí, estoy consciente de los hooligans del futbol y sé sobre los disturbios que ocurrieron en Francia durante la Copa del Mundo. Pero aún, somos capaces de contar los daños con los dedos de nuestras dos manos. Una generación atrás, los contábamos por millones”.

 

Un episodio entre Alemania Federal y Francia durante las semifinales del Mundial de España 1982, devolvió tintes extra-cancha a la rivalidad deportiva. El tormentoso portero germano, Harald Schumacher, embistió cual toro de lidia a Patrick Battiston, tirándole dientes, fracturándole costillas y dañándole la columna vertebral, sin que siquiera se sancionara falta. Michel Platini, quien había filtrado el pase, llegó a temer lo peor al no sentir pulso a su compañero. Ya en tiempos extra, aquella elegante Francia se puso arriba 3-1, pero la incombustible Alemania volvió –como siempre– e igualó a tres. El héroe que colocó a los teutones en la gran final fue el propio Schumacher, atajador de dos penales cuando en el mejor de los casos tenía que haber estado expulsado (y en el peor, no exagero, en la cárcel).

 

 

Consumada la eliminación, un diario efectuó una encuesta para conocer quién era la persona más repudiada por los franceses, notando que por primera vez Hitler había sido desbancado. El portero, apodado “carnicero de Sevilla” por el lugar de su agresión, ahora encabezaba la lista.

 

 

Cuatro años más tarde se reencontraron Schumacher y Battiston en otra semifinal, la de México 86, y una Alemania que lucía inferior futbolísticamente a Francia, venció con comodidad. Desde entonces no se han topado en Mundiales.

 

 

Estas selecciones de pueblos enemistados al menos desde hace dos mil años, como dan cuenta los relatos del De Bello Gallico de Julio César, lucharán por un sitio en semifinales de Brasil 2014.

 

 

Pensando en Alsacia y Lorena cambiando de lado de la frontera como juguetes arrebatados entre dos niños, pensando en todo lo que antecedió a tratados de Versalles y conferencia de Yalta, pensando en los pleitos entre los descendientes de Carlomagno que dividieron su vasto imperio, podemos acudir a Maracaná y dar la razón a Auster: vaya milagro de paz, esta forma de odiarse con balón.

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