“Yo soy el director general”, me explicó Jürgen Klinsmann como si fuera CEO de una multinacional, “y mi forma de trabajar es delegando. Jogi ya sabe lo que le corresponde y trato de no interferir en su área, que es la táctica, la preparación del partido”.

El diálogo se dio en Múnich a unos meses de la inauguración de Alemania 2006. Por “Jogi” se refería a Joachim Löw, futbolista de humilde trayectoria y perfil hasta entonces muy discreto, cuya visión resultó medular para que el futbol alemán fuera relanzado, refrescado, modernizado, dinamizado hasta las estéticas proporciones que disfrutamos hoy.

Nacidos a 200 kilómetros de distancia, sólo separados por la schwarzwald o selva negra, Jürgen y Joachim se conocieron cuando eran estudiantes y soñaban con destacar en el equipo de sus respectivas pasiones: el VfB Stuttgart. Klinsi, delantero, ayudaba a sus padres en la panadería de la familia (a la fecha, sigue ahí la Bäckerei Klinsmann Konditorei) y Jogi, volante ofensivo, lo esperaba para seguir con anhelos de goles compartidos.

Sin embargo la consagración futbolera es para pocos elegidos. Mientras que Klinsmann se confirmó pronto como máxima promesa goleadora de la Alemania Federal, Löw debió cambiar de equipo numerosas veces hasta admitir que apenas le alcanzaba para segunda categoría. Así, justo cuando Jürgen estaba en el pináculo, incluido el título mundial en Italia 90, Joachim se convirtió en entrenador-jugador del club Winterthur de división de asenso: pasaba de los treinta años y había asumido que su carrera requería otro sendero.

Diez años después, se reencontraron. Sin experiencia alguna como director técnico y jubilado en California, Klinsmann recibió el timón de la selección germana, siendo su primera decisión integrar como brazo derecho al desempleado Löw. Para entonces el ex atacante estaba tan embelesado por el “sueño americano” que decidió mantener su residencia en California. Ante toda crítica o escándalo (que fue mayúsculo), Klinsmann fue firme; aseguraba que veía vía satélite los partidos de sus convocables y que Löw estaba encargado de rondar estadios para aglutinar mayores detalles. El seminario premundialista de directores técnicos derramó la cerveza de ese tarro de tensión: Marcelo Lippi, Luiz Felipe Scolari, Guus Hiddink, Luis Aragonés, Marco van Basten y demás seleccionadores estaban en Dusseldorf, al tiempo que Klinsmann, el supuesto anfitrión, se quedó en California. ¿Tan insoportable le era pisar su país como para ausentarse de esa cumbre y delegarla en manos de Löw?

Franz Beckenbauer, titular del Comité Organizador, condenó su conducta y fue necesario que la recién electa canciller Angela Merkel los reuniera en un afán pacificador.

Vino el Mundial y, por si alguien lo dudaba, quedaron claros los roles. Joachim emergía cerebral en la banca, daba indicaciones a quien fuera a ingresar, al tiempo que Jürgen era un ciclón de motivación; inolvidable su arenga a Michael Ballack antes de los cuartos de final contra Argentina, inmortalizada en un documental: “Dos veces hemos jugado con Argentina y dos veces se han salvado por poco. Pero esta vez tenemos a nuestro capitán. Ellos no conocen todavía a nuestro capitán. ¡Micha, hoy tienen que conocerte! ¡Hoy les toca! ¡Te lo juro!”.

Terminado el Mundial, Klinsmann incurrió en la crónica de un desastre anunciado: tomar las riendas del Bayern Múnich, cultura futbolística demasiado ortodoxa y lineal para sus ideales estadounidenses de MBA y lecturas estilo Malcolm Gladwell. Löw, en tanto, sustituyó a su amigo y siguió haciendo lo mismo, aunque con otro tipo de presión, de reflectores, de exigencia: dirigir a la mannschaft que ya vivía cómoda en un futbol a ritmo de violín.

Lo siguiente fue menos sorpresivo para los alemanes que para los estadounidenses: Klinsmann en el banquillo de las barras y las estrellas.

 

Treinta años antes, cuando era evidente que sus trayectorias llevaban rumbos muy distintos, hubo un episodio en Gijón. Alemania Federal enfrentaba a Austria en la Copa del Mundo de España 82. Sólo existía una combinación mágica que implicaría la calificación para los dos germanos en detrimento de la agradable selección argelina: que Alemania se impusiera por uno o dos goles. En el denominado “Vals de la vergüenza” o Nichtangriffspakt von Gijon (“pacto de no agresión de Gijón”), aconteció exactamente eso: 1-0.

Uno de los episodios más bochornosos en la historia de este deporte, con un arreglo indudable entre los contendientes. Tan sonado que desde entonces se juegan a la misma hora los últimos partidos de cada grupo. Siete años atrás, Hans-Peter Briegel, imponente mundialista teutón en 1982, admitió el amaño, aunque ninguna falta hacía.

Este jueves, Alemania, dirigida por Joachim Löw, enfrenta a Estados Unidos, guiado por Jürgen Klinsmann. Pangermanismo y recuerdos de valses de ochenteros al margen, saben que el empate los mete a los dos. En entrevistas se han indignado ante toda insinuación de Nichtangriffspakt, aunque resulta inevitable. Salvo por un detalle: que no es fácil convencer a los 22 de la cancha de cualquier pacto previo, que sería una mancha indeleble para todos los que se prestaran a tal circo.

Por mucha amistad que une a Jogi y Klinsi, por muchos recuerdos de sueños de gol en la Bäckerei Klinsmann Konditorei, creo que Estados Unidos pierde este día…, y aun así avanza porque a Portugal no le va a alcanzar.

Twitter/albertolati

 

 

 

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