Inglaterra ha de resignarse a haber inventado el deporte más popular, ese que despierta pasiones lo mismo en sabanas que en glaciares, en montañas que en ciudades, para regocijo de los demás.

 

“No es profeta en su deporte”, me decía un twittero, y la realidad es que nunca lo ha sido. Le dio estructura moderna, lo reglamentó, lo organizó, lo expandió, y después, especie de padre perpetuamente abandonado por el hijo, sufrió al soltarle la mano.

 

¿Qué sucedía en esos primeros años? Que tanto en el sudamericano Río de la Plata como en el centroeuropeo Río Danubio, se había encontrado por instinto otra forma de expresarlo. No estrictamente el kick and run, producto de la verticalidad demandada en épocas victorianas, sino el disfrute del juego, las caricias al balón, el drible reiterado, alterne de pausa y explosión.

 

La primera reacción de los ingleses fue apegada a la más recurrente tradición británica cada que se han sentido amenazados en algún sentido: aprovechar su geografía insular para separarse de quienes tenían un afán pervertidor o dañino. Así, la selección del reino inventor del futbol moderno se ausentó de los primeros tres Mundiales, convencida de que quienes ahí se impusieran eran del todo inferiores a los genuinos propietarios de esa disciplina (debe precisarse que incluso los campeones de aquellos torneos suponían que los británicos estaban por encima).

 

 Pasada la Segunda Guerra Mundial, Inglaterra acudió a Brasil 50 sólo para percatarse de la cruda realidad: que el futbol era tan ajeno a sus islas como los días sin lluvia. Para más dolor, Estados Unidos, la potencia que había osado relevarlos en el concierto internacional y cuya población ni siquiera estaba enterada de la existencia de un football ajeno al de ovoides , fue quien los derrotó. Desde entonces su línea de rendimiento ha oscilado entre octavos y cuartos de final con un par de excepciones: la corona conquistada en su casa con indiscutible complicidad arbitral en 1966 y las semifinales de Italia 90. De ahí en más, poco que relatar como un par de semifinales en Eurocopas.

Muy excepcionalmente sus jugadores han conseguido colarse a la élite y nunca saltando a la verdadera primera línea. Hoy es Wayne Rooney el crack consagrado, Steven Gerrard el veterano y Daniel Sturridge el emergente, pero me temo que lo mismo da: vistiendo la casaca de los three lions, no compiten con los grandes más que en peso mediático.

Ha sido por demás curioso que los hombres encargados de ponerle la puntilla hayan sido en temporadas recientes astros de la Liga Premier: Mario Balotelli, anotador del gol de la derrota a manos de Italia y ex del Manchester City, además de Luis Suárez, verdugo uruguayo con un doblete y máxima figura del Liverpool. Curioso, porque es una realidad irrebatible que la Premiership se encuentra muy por delante en relación al conjunto inglés. Aquella cantaleta de que los extranjeros suben el nivel de la selección con su enseñanza ya nadie se la cree: suben los volúmenes de venta de patrocinios, derechos televisivos y merchandising, incrementan el valor de los equipos y la espectacularidad del torneo, pero desplazan al jugador local.

El balón, ese hijo que se fue adolescente de casa, pasará al menos otros cuatro años sin volver a su cuna. Al menos, porque pinta para ser mucho más.

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