Confieso que nunca vi ni viví un partido mundialista con semejante ambiente. Confieso que lo de hoy, en el Castelao, no era de Mundial sino del más consolidado y añejo clásico de alguna poderosa liga. Confieso que nunca disfruté tanto con un cero a cero, en gran medida gracias al derroche de personalidad en la cancha y el delirio a dos voces en las gradas. Confieso que me regodeé descubriendo el miedo en los ojos de los brasileños. Y confieso, orgulloso, que estuve en el estadio de Fortaleza en este inolvidable martes 17 de junio de 2014; Fortaleza, hasta antes de este encuentro de Brasil 2014, de pésimos recuerdos para nuestro futbol.

Ayer decía que todo en cierto momento ha de cambiar. Ayer decía que las inercias de fatalismo han de caducar e interrumpir su eterna presencia en el inconsciente colectivo. Ayer decía que existen ciclos. En seguida me explico o al menos lo intento, que las emociones son demasiadas y muy intensas esta noche en la sala de prensa del Castelao; tantas que, mientras veo a mi colega brasileño vengarse con el teclado, y al francés loar a Memo Ochoa, y al británico considerando al Tri para revelación del certamen, y al argentino burlarse de la impotencia verdeamarela, y al japonés preguntar por el apodo de Juan José Vázquez (“Gallito”, insisto, y de su boca sale algo así como “ka-shitu”), mientras todo eso, no podemos olvidar que la calificación a segunda ronda sigue distante.

A lo que iba: han pasado 363 días desde que Brasil bailó a México durante la Copa Confederaciones en este mismo Castelao; prácticamente un año. Por entonces, recuerdo una frase publicada por el diario El País: que nuestro equipo “llevaba la derrota pintada en el rostro de su técnico”. Y no era sólo Chepo de la Torre, que tal aseveración ahora sería artera y simplista. Era todo.

Aquel día ni por un instante sentí que México tenía perspectivas de rascar algún punto de la cancha. Tan distinto a hoy que, más allá de los atajadones de Ochoa, en ningún momento sentí que el partido se iba a escapar. Esos últimos minutos en los que los mexicanos más sufrimos y lo peor tememos, esta vez no existieron. Sí existió personalidad, sí existió entrega, sí existió garra, sí existió concentración, sí existió, sobre todo, la más bella forma de las complicidades (llamémosle amor a ida y vuelta) con una afición que debía haberse cansado de esperar hace muchos años…, y, sin embargo, ahí sigue, cielito lindo en boca y exportando a la cultura brasileña ese grito de presión al portero que despeja.

Esta selección puede perder por velocidad, por técnica, por desajustes tácticos, por genialidad ajena o error propio, pero no caerá por falta de carácter. Antes de que nos olviden, dirían los Caifanes, haremos historia, no andaremos de rodillas. Y ya la estamos haciendo y caminando con la espalda bien erguida nos vamos: Brasil en casa es favorito contra quien ose enfrentarlo, sea Argentina, Alemania o el que le pongan. Y México salió con el arco inmaculado y con el empate en el marcador. ¿Que no es el mejor Brasil? ¿Y entonces quieren que convoquemos o alteremos la edad a Pelé, Ronaldo, Zico o cualquier otro astro? Es Brasil, el pentacampeón, y punto.

¿Recuerdan que Rafa Márquez ya estaba para la jubilación? ¿Y el Maza para el olvido? ¿Y Ochoa para la no convocatoria? ¿Y Layún para hazme-reír de redes sociales? ¿Y Herrera para banca en la no tan prestigiada liga portuguesa? ¿Y Guardado para asumir una prematura decrepitud? ¿Y Vázquez para quedarse por siempre en división de ascenso, sin que nadie jamás, ni el analista japonés, preguntara por su apodo? ¡Y todos ellos para vergüenza nacional al grito de “para qué demonios calificaron”!

Sí. Confieso que estuve en el Castelao en un Mundial; que el rival era Brasil; que por momentos sentí que se jugaba en el Azteca; que de ahí salió mi selección con un empate; y que gritar que “sí se puede” empieza a lucir como pleonasmo.

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