Toda historia, por plagada que esté de fatalismos o densos antecedentes, en algún punto ha de cambiar: los que vivieron en guerra se pacificaron y quienes se juraron amor eterno riñeron; los que nada tenían todo tocaron y los que garantizaban que el sol no se ponía en sus vastos dominios, en penumbras quedaron; los humillados se alzaron y los privilegiados se postraron. En definitiva: que lo imposible tarde o temprano tiende a sólo ser menos factible, y la diferencia entre una y otra visión es grande. Tan grande, como la necesidad de reabrir ciclos, de cerrar lo que ya caducó y ver hacia adelante, de quebrar inercias históricas, de rebelarse ante los que nos dijeron (y al hacerlo, condenatoriamente nos mintieron) que estábamos predestinados a sucumbir bajo cierto patrón.

¿Congelados para la posteridad en el ya-merito? ¿Esclavos eternos de nuestra historia futbolística? ¿Víctimas al infinito de nuestros viejos (aunque, ojo, no endémicos) males? ¿Narrando por siempre el lastimero grito de Fernando Marcos, “¡¿por qué siempre nos tiene que pasar a nosotros?!”, de cuando España anotó a México en el último instante de un partido en Chile 1962? Todo eso pensará quien no haya estado en México una vez hace veinte años y haya vuelto en la actualidad. Todo eso clamará quien no conozca a esta generación. Todo eso aseverará quien no quiera ver la dimensión de la diferencia. Todo eso gritará quien no haya tenido, como un servidor, el honor de conversar con jóvenes deportistas mexicanos y preguntarles poco antes de la competencia, “¿nervioso?”, a lo que la respuesta fue una cara de incredulidad con el vocablo “No, ¿por?”. Todo eso insinuará quien no quiera ver la sólida realidad: que, con no pocos problemas y sí muchos pesares, pero nos hemos movido; que por personalidad (acaso donde perdíamos incluso antes del silbatazo inicial) ya no queda; que se puede ganar o perder, mas eso será estrictamente por lo futbolístico y no por lo sociológico; que si caemos será por los caprichos del balón y no por los de la mente.

¿Puede México derrotar a Brasil en pleno Mundial y jugando en Fortaleza? Sí, aunque tampoco se trata de engañarnos: ellos son los obvios favoritos y todo lo que no resulte en su victoria implicará una sorpresa cacareada a escala planetaria…, como se cacareó cuando les ganamos la Copa Confederaciones 99 (entonces dijeron, “pero era en el Azteca”), y cuando les quitamos el título sub17 en 2005 (entonces dijeron, “pero era a nivel infantil”), y cuando los eliminamos de un reciente Mundial sub 20 (entonces dijeron, “pero fue en penales”),y cuando les arrebatamos lo único que su laureadísimo futbol jamás ha conquistado: el oro olímpico (y entonces ya no tuvieron nada que decir, procediendo a referirse al Tricolor como su “carrasco” –traducible del portugués como verdugo– y a destituir, en gran parte por ese fracaso, a su seleccionador).

No es el mejor Brasil, pero si se logra la hazaña sí será el mejor México, pese a que venimos del horrible 2013. Ante Camerún, y sin afán de excedernos porque los leones africanos no son lo mismo que los cracks verdeamarelas,  hubo señales maravillosas: de concentración y puntualidad defensiva, de capacidad de generación de llegadas por muy variadas vías, de contundencia pese a la obstinación anuladora del árbitro, de serenidad del guardameta con todo y la presión que ha supuesto su titularidad.

Brasil será local, pero México es de los pocos que jamás es totalmente visitante. Conmovedor como lo que vimos en Orlando en 1994, en Saint Etienne en 1998, en Oita en 2002, en Hannover en 2006, en Polokwane en 2010, lo que en este instante acontece en Fortaleza. Una afición que, pese a todo, cree. Una afición que de tanto creer, ha supuesto que si no por probabilidad será por misericordia que llegue su ansiado premio. Una afición con la que esa camisa verde tiene contraída una deuda pesada y añeja. Una afición que ha conmovido por enésima vez al mundo con esa serenata en Fortaleza, a la que el plantel respondió con idéntica altura.

Algún día tiene que ser. ¿Y si hoy, Tri?

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