No es extraño que cuando alguien se siente acorralado o a punto de ser cazado, recurra como última opción de defensa al declararse difamado, injuriado, acosado. Si a eso se añade el concepto de la discriminación clamado ante quienes alguna vez la han padecido y bajo ese dolor han nacido, entones el mensaje tiende a ganar adeptos.

 
¿Qué tal ésta declaración de Joseph Blatter en la cumbre de la Confederación Africana de futbol en Sao Paulo? “Otra vez hay una tormenta contra la FIFA por motivos relacionados con el Mundial de Qatar. Tristemente es un acto de discriminación y racismo, y eso me duele”.

 
¿Y ésta otra? “Un complot para destruir nuestra institución”.

 
Cualquiera que careciera de contexto alguno, estaría seguro de que es otra vez el hombre blanco y Occidental, rebelándose contra la concesión de una Copa del Mundo a un país musulmán, a un país árabe, a un país que ama al futbol y lucha pese a todo por albergarlo en casa. Cualquiera que no estuviera enterado de que el país sede del 2022 tiene un esquema de trabajo casi medieval, en el que ya han fallecido más de cuarenta inmigrantes nepalíes empleados en los futuros estadios.

 

Cualquiera que no hubiese escuchado que los votantes de la FIFA ignoraron flagrantemente el clima imperante en el Golfo Pérsico durante junio y julio, poniendo en indiscutible riesgo la integridad física de cuanta persona acudir al evento. Cualquiera que no haya escuchado y leído las ya probadas corruptelas empleadas para que se impusiera Qatar, en el mayor escándalo en la historia de este deporte. Sí, cualquiera que haya oído a Blatter con el pizarrón en blanco y libre de toda noción anterior, incluso lo vería como paladín de los derechos humanos, de la igualdad, de la armonía entre los pueblos.

 
Pero ya no es posible, porque lo de Qatar excedió por mucho todo límite antes conocido a la hora de comprar las preferencias de quienes eligen sedes de mega-eventos deportivos (y, no lo duden, de por sí el margen previo ya lucía bastante holgado, por no decir degradado).

 
En vez de arengar a los delegados africanos, haciéndoles entender que todo obedece a una artimaña racista y al imperialismo de siempre (cuando supongo que todos ellos saben la verdad de cómo se manejan esas votaciones y cómo se operó en específico la de Qatar), el presidente de la FIFA tendría que aprovechar esta ocasión dorada y reivindicar al desacreditadísimo organismo que encabeza.

 
Quitar la sede a Qatar sería un buen punto de partida. Quitarle la sede y establecer una comisión ética genuina, autónoma, libre, que investigue y prevenga, que deje claro a los bandidos que se enriquecen del balón, que eso tiene que cambiar, que el Mundial no puede ser ya un artefacto vendible al mejor postor (qué tal ésta del titular de la Confederación Sudamericana de Futbol, el paraguayo Nicolás Léoz, ofreciendo su voto a Inglaterra para el 2018 a cambio de ser nombrado Sir y dar su nombre al torneo más antiguo del futbol, la FA Cup).

 
Sin embargo, es más cómodo hablar de racismo y de complot. Más cómodo y más burdo. Ese último recurso del que se siente acorralado: decirse blasfemado.

 

Alguna vez me explicó el gran Garry Kasparov: “FIFA y Comité Olímpico Internacional tienen todos los derechos y ninguna obligación”. Desde esa entrevista en 2008, nada ha cambiado. Obligaciones, aún no tienen ninguna. Recomendaciones, sí: no arroparse en complots cuando es imperativo cambiar radicalmente la imagen proyectada. Si no por moral, por negocio: los principales patrocinadores de la Copa del Mundo han pedido explicaciones al sentirse perjudicados por asociar su marca a algo que tiene pruebas publicadas de ser corrupto.

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