Si el volado y la casualidad lo permiten, será maravilloso que una vez más Cuauhtémoc Blanco remate hacia la portería norte del Estadio Azteca, pise su área, se reencuentre con un espacio tan representativo para él (y, por ende, para nuestro futbol).

 

Es el mismo arco donde Pelé anotó de cabeza en la final de México 70, rumbo al que conducía Franz Beckenbauer al caer y dislocarse el hombro en el llamado “partido del siglo”, en donde Diego Armando Maradona dribló a Peter Shilton tras haber escapado de seis ingleses, en el que Manuel Negrete ejecutó un soneto de gol en México 86 (y recientemente –perdón cruzazulinos– la proeza de Moisés Muñoz; incluso la milagrosa chilena de Raúl Jiménez frente a Panamá). Portería norte de particulares recuerdos para Cuauhtémoc Blanco Bravo.

 

Ahí, dio a México su primer título oficial de FIFA con su bellísima anotación frente a Brasil en la final de la Copa Confederaciones 1999. Ahí mismo, vio mutilarse su carrera al ser lesionado por el trinitario Ancil Elcock en un cotejo eliminatorio rumbo al Mundial 2002.

 

Estuve detrás de esa portería el día en el que acaso algo de Cuauh se perdería irremediablemente, en el que nos quedaríamos con la eterna duda respecto a si aun mayor dosis de arte tenían sus botines para bordar futbol. Transmitía para radio e incluso con los audífonos apretándome las orejas y el alarido a mi alrededor, pude escuchar que algo se había roto, que el ligamento había cedido.

 

Patadas, Cuahtémoc recibió muchísimas durante su carrera. De hecho, sus tobillos tienen pinta de campo minado, tatuados por defensores que pretendían así ahuyentar al demonio de sus rumbos, inconscientes de que sólo habían conseguido convencerlo de volver, porque él, todo desparpajo y reto, siempre regresó, jamás se achicó. Él, exigiendo el balón, sosteniendo sobre sus hombros al equipo, haciéndose cargo de lo que el común de los mortales rehúyen: liderazgo en su forma más eficaz, empírica, natural.

 

A más insultos, a más golpes, a mayor rispidez, más futbol y más dignidad deportiva. Tanto, que sigue costando imaginar una selección mexicana sin él, esperpento que sólo a un director técnico que se cree más importante que su equipo, como Ricardo Lavolpe, se le pudo ocurrir para el Mundial 2006.

 

Lo vi tendido en el área de la portería norte del Azteca tras la barrida de Elcock y luego incomprensiblemente levantándose, todavía con algún reclamo porque no lo esperaron para que él cobrara ese penal que habría supuesto su tercer gol del partido contra Trinidad.

 

Lo vi también llorando derrotas futbolísticas y eliminaciones de Mundiales, transformado en niño pese a su veteranía, con la mirada de lobo súbitamente quebrada por la impotencia, porque nunca aceptó perder, porque su mente no le perdonaba haber fracasado en meta alguna. Y entonces recapitulaba con terquedad su serial de hubieras: si hubiera pateado más fuerte, si hubiera driblado hacia la derecha, si hubiera recargado más el cuerpo. El hubiera, ese limbo, esa nada, se hacía presente cuando después encaraba una similar situación y aplicaba en automático el aprendizaje.

 

“¿Por qué sigues jugando en división de ascenso, por qué no te retiras?”, me atreví a preguntarle la última vez que lo vi. Una vez superada la inevitable catarata de albures, apodos, dobles sentidos que sólo él encuentra como sólo encontraba espacios en la cancha, Cuauh me respondió con el más elemental sentido común: “porque me gusta jugar”.

 

Honor a quien contribuyó a al menos tres títulos de la selección mexicana, al único que ha anotado en tres Mundiales distintos, al que regresó emergente para rescatar barcos tricolores extraviados en dos eliminatorias. Honor a él, ojalá que disparando hacia esa portería norte: la del día más dulce, la del día más amargo.

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