En esos últimos segundos de la final en Lisboa muchos podrán resumir la rivalidad entre los dos equipos madrileños, la esencia que cada uno suele cargar, los complejos colectivos que la historia les ha heredado…, y, visto lo del sábado, con obstinación lo seguirá haciendo.

 

Por alguna razón, el Real Madrid es fe: a mayor montaña que escalar, a mayor inverosimilitud del reto que colmar, a mayor cercanía al precipicio, más grande es la devoción.

 

Por otra, quizá inversamente proporcional (tampoco es nuevo que entre vecinos –o distanciados hermanos– eso pase), el Atlético es infortunio; a mayores caricias a la gloria, a mayor altura del vuelo, a mayor proclividad al triunfo, más grande es el temor.

 

Me explico, y mientras tanto tarareo el pegajoso estribillo de “That it´s just a little bit of history repeating” de los Propellerheads.

 

La primera vez que los merengues conquistaron el torneo más importante a nivel de clubes, fue en su edición inaugural, 1955-56, frente al Stade de Reims; al minuto 10, ya perdían por dos goles y al 69 caían 3-2. El club blanco remontó hasta tres anotaciones para levantar esa primera copa. ¿Qué tan diferente habría sido la historia si el Madrid se atora a mitad de la proeza? Supongo que mucho, porque el pobre Reims quedó como escuadra del pasado (nostálgica por lo que pudo ser) y descendió hasta categoría semiprofesional en Francia, al tiempo que el Real se catapultó a equipo del siglo.

 

Un par de años después, el Madrid buscaba el tricampeonato y su sinodal era el Milán. Dos veces tuvo la ventaja la entidad lombarda y dos veces regresó la española (la segunda, al minuto ochenta), para finalmente consagrarse en tiempos extra.

 

Que dos años más tarde los de Chamartín consiguieran el pentacampeonato al aplastar al Eintracht de Fráncfort 7-3 luego de haber recibido el primer gol, ya no sorprendió a nadie (algo sintomático veo en que en 1962, el Madrid perdiera la final con el Benfica tras haber estado arriba 2-0 apenas al minuto 23: sin épica, no hay opera blanca).

 

Para colmo, el romántico Atlético ha vivido (o sobrevivido, o malvivido) con lo contrario: últimos minutos para el olvido (o para la negación, el trastorno, el estoicismo), errores para charla eterna con el psiquiatra, postes para culpar al más malvado de los brujos: la tragedia griega tiene en el feudo rojiblanco su anfiteatro contemporáneo del balón.

 

El sobrenombre “pupas” le llegó de parte de su más emblemático presidente, Vicente Calderón, precisamente cuarenta años y nueve días antes del drama de Lisboa. Enfrente estaba la mejor generación que ha dado el futbol alemán justo a las puertas de su grandeza. Era el Bayern Múnich de Franz Beckenbauer, Sepp Maier, Gerd Mueller, Paul Breitner, Uli Hoeness. Los noventa minutos finalizaron en ceros, al igual que el primer tiempo extra. Al 114, a falta de seis minutos para el pitazo final, Luis Aragonés anotó, y el empate llegó nada menos que al 120, cuando la champaña ya se estaba descorchando y la victoria cantando.

 

Hans-Georg Schwarzenbeck, uno de esos gigantes que son eficaces para defender y burdos con el balón, ensayó un disparo desesperado (¿Qué tan desesperado? Él mismo me respondería que lo suficientemente como para que alguien como él –y no Mueller, y no Breitner, y no Franz– lo hubiera intentado). De forma tan absurda como insensible, la pelota se escurrió y hubo que jugar el desempate dos días después; con el desplome moral colchonero, se saldó con goleada 4-0 del Bayern, cuya generación ganaría con Alemania el Mundial de ese 1974 y con el cuadro muniqués las dos Copas de Campeones siguientes.

 

Al introvertido Schwarzenbeck lo entrevisté en el puesto de periódicos que instaló en Múnich una vez retirado de las canchas. Poco afecto al glamur y cansado del estrés futbolero, halló un oficio para vivir por fin como lo que casi siempre fue, menos la noche en que hundió al Atlético y propició lo de “pupas”, un tipo discreto.

 

Y entonces hay un tiro de esquina al minuto 93 y medio. Y entonces se eleva y anticipa Sergio Ramos. Y entonces su frentazo se clava en el ángulo inferior de la portería atlética. Y entonces vemos a la capital española como nido futbolero de estigmas y fantasmas. Y entonces volvemos a tararear a los Propellerheads, que su estribillo es de los que cuesta despegar de la mente: “Y ya lo he visto antes; y lo veré de nuevo; sí, lo veré de nuevo; sólo pedazos de historia que se repiten”.

 

Que tanto Schwarzenbeck en su momento como Ramos ahora vistan el dorsal 4, ya es uno de esos colmos que sólo al Atlético le puede pasar.

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