Un acto que engrandece a este deporte: la dignidad, la lealtad, la sinceridad con las que se ha comportado el mediocampista tricolor Juan Carlos Medina.

 

Debo comenzar este texto por admitir que, para lo que eso importe, nunca coincidí con la idea de tener al Negrito como titular en Brasil 2014. Me parecía un buen elemento como opción de relevo, mas de ninguna forma el medio de contención indiscutible de nuestro representativo nacional.

 

Dicho lo anterio, leí con repulsión los mensajes de burla que se dieron en redes sociales en relación a la lesión que lo privará de jugar el Mundial.

 

¿Júbilo por algo que implica una desgracia en la trayectoria de un ser humano? ¿Festejar y hacer votos para que ahora se lastimara tal o cual? ¿Tornar en pesado chiste algo que estaba generando mucho dolor a alguien que, más allá de todo, es un impecable profesional? ¿A cuenta de qué?: ¿de apoyar a cierto equipo?, ¿de comulgar con cierta idea futbolística?, ¿de tener una simple preferencia?, ¿de otros resentimientos que hay que sacar contra quien se pueda?

 

Sin embargo, hay mucho de Medina que apreciar y aplaudir: que no engañó, que tuvo la honestidad para explicar al cuerpo técnico del Tri que no estaba a plenitud, que no disimuló o planteó medias verdades para aferrarse a la única Copa del Mundo que podría disputar (consideremos que pronto cumplirá 31 años).

 

Precisamente por gratitud a Miguel Herrera, quien confió en él y lo llevó a lo más alto en su carrera, Medina entendió que no podía mentirle, que era fidelidad básica: a Miguel, pero también a sus compañeros y al país al que defendería futbolísticamente en el certamen más importante.

 

No olvido las lágrimas de Medina en alguna entrevista que se le hizo cuando fue incluído en el plantel de emergencia para la recalificación contra Nueva Zelanda. Insistía que su sueño siempre había sido vestir la casaca verde y que lo daría todo por ella. Acaso recordaba tantos partiditos siendo un niño en los que se imaginó cantando nuestro himno, portando ese uniforme, enfrentándose a los mejores del planeta, yendo a un Mundial (que es, finalmente, un anhelo de millones apenas disponible para los elegidos entre los elegidos de entre unos pocos elegidos).

 

¿Cuántos de nosotros estaríamos dispuestos a tal honestidad en similar circunstancia? No tiene que tratarse de futbol y de una Copa del Mundo, sino de la máxima aspiración profesional que cualquiera tenga. La respuesta es que más bien pocos.

 

Muchísimos jugadores, mexicanos y de otras selecciones, han mentido bajo una situación parecida a la actual de Medina. No me refiero a casos como el de Luis Suárez, máxima estrella de Uruguay, a la que se convocará incluso para una eventual segunda ronda. Me refiero a los “prescindibles”, que son la mayoría, a los que de no tener sus condiciones a plenitud es preferible sustituirlos por alguien a máxima capacidad. Mintieron y afectaron al desempeño de sus compañeros, a los planes de su entrenador, a las esperanzas de los millones que están detrás de un equipo nacional.

 

Bajo esta circunstancia he terminado de entender por qué casi todos quienes han dirigido a Juan Carlos Medina han quedado encandilados por su actitud más allá del entrenamiento y del gran sacrificio que brinda a la media: porque es un tipo honesto, porque entiende que en un deporte de conjunto, el equipo no es lo primero, sino lo único.

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