Hay personajes por siempre perseguidos por un instante, atrapados a perpetuidad en un momento determinado de su biografía. O, para ser más precisos y menos injustos, lo que se congela ahí es el recuerdo más inmediato que de ellos tenemos. Y, en este caso, cómo no.

 

Luis Enrique Martínez, nuevo director técnico del FC Barcelona, tuvo una brillante carrera como futbolista en los dos mayores clubes de España y muy pronto la tiene como director técnico. Sin embargo, su imagen siempre será la del muchacho que ha recibido un codazo en la nariz en los últimos segundos de unos cuartos de final mundialistas, que sangra copiosamente, que exige penalti, privado en llanto, al confundido árbitro, que insulta con lo que le queda de aliento al defensa que lo agredió.

 

¿Qué simbolizaba la sangre, qué simbolizaba el llanto, qué simbolizaba el dolor de Luis Enrique? La injusticia de un deporte que incluso frente a la evidencia misma (una nariz sangrando en el área, es prueba tan contundente como una huella en el arma homicida), no puede sancionar lo que el árbitro no vio; el absurdo de una organización que luego concedió a ese mismo silbante nada menos que la final; la fatalidad de una selección que por alguna razón siempre se caía muy rápido al precipicio; la impotencia, la vulnerabilidad, la fragilidad humana resumidas en el caos de esos minutos finales de un partido de futbol.

 

Era otra España, acostumbrada por entonces a irse de los torneos en cuartos de final. Apegados a la más cruel de las leyes de Murphy, algo siempre tenía que ir mal, y en ese cotejo frente a Italia en Estados Unidos 94, no ganó porque no sabía ganar. Sí, estuvo el escandaloso desempeño del silbante Sandor Puhl, pero también una Italia muy errática, a la que no metió gol Julio Salinas por mera indecisión (acaso, el pecado más caro de un delantero).

 

Hablábamos de Luis Enrique ese día en el estadio Foxboro de Boston. Había sido parte de la gran generación ibérica, medalla de oro en Barcelona 92, que supuestamente cambiaría la inercia derrotista de España: Cañizares, Amavisca, Abelardo, Ferrer, Alfonso, Kiko, el propio Josep Guardiola, tocaron la cima del Monte Olimpo en la Ciudad Condal.

 

Luis Enrique había llegado muy joven al Real Madrid como una de las mayores promesas de la liga española. Ahí, en la última etapa de Hugo Sánchez y la Quinta del Buitre, se convirtió pronto en figura. Quiso el destino que su contrato finalizara precisamente en la temporada a partir de la cual Jean-Marc Bosman había cambiado para siempre el esquema de las transferencias de futbolistas: quien concluyera vínculo contractual podía marcharse sin necesidad de pago de traspaso. Más curioso todavía, que esa, su última campaña en el Madrid, fue muy tensa, lo que propició que Luis Enrique hiciera el polémico cambio de merengue a blaugrana.

 

Años más tarde sería capitán del conjunto catalán y especialista en anotar goles a los blancos.

 

Jugaría otras dos Copas del Mundo, con más del ya-merito hispano: primera ronda en Francia 98 y cuartos de final en Corea-Japón 2002, luego de otro arbitraje de escándalo y otra Ley de Murphy empecinada con España.

 

Como queda claro, su carrera tuvo de todo, incluidos puntos muy altos. No obstante, nada desplazará la intensidad de ese instante.

 

El 9 de julio de 1994, en Boston, la furia tenía nombre y era color rojo sangre. La furia de la impotencia y por la injusticia. La furia personificada en el muchacho que veinte años después se convertiría en director técnico barcelonista.

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