Cualquiera no enterado o a profundidad informado, se sentiría repelido por esa realidad rojiblanca. Festejos hay muchos, lágrimas en las gradas, recepciones multitudinarias a equipos campeones, canto y júbilo por cada esquina de la ciudad. Pero lo del sábado tenía algo diferente, estaba conformado por otros elementos: la intensidad como para cerciorarse de que no se trataba de un bello sueño a desvanecerse sólo sonara el despertador, el grito hueco como para echar fuera tantos otros que se quedaron por siempre atorados en la garganta, el privarse en llanto y luego tragar un par de lágrimas en salado recuerdo de tantísimas noches en las que el balón dijo que no, en las que el sollozo fue por impotencia, en las que el destino, y no el rival, fue el enemigo.

 

Único para definir sentimientos y sus momentos, Joaquín Sabina clama con su desgarrada voz en el himno del centenario del Atlético de Madrid: “Para entender lo que pasa, hay que haber llorado, dentro del Calderón que es mi casa. O del Metropolitano, donde lloraba mi abuelo, con mi papá de la mano”.

 

Generaciones devotas a un equipo cuyo principal ingrediente, o al menos el más recurrente, suele ser el sufrimiento. Por instantes, y muchísimos, también gran futbol, pero como constante, el padecer.

 

Sigue el maestro Sabina, “rozando el cielo, volando hasta la buhardilla, llorando por los rincones, bajando a la alcantarilla, acariciando balones, infartando en la ribera del Manzanares los corazones”: porque rozar las alturas, porque caer muy bajo, porque sufrir y acariciar, incluso infartar, es ser del Aleti.

 

Quiso el destino que en aquel himno escrito en 2004, Sabina incluyera entre la mención de algunos jugadores a un tal Simeone.

 

Diego Pablo, apodado “el Cholo”, había sido primordial figura colchonera una década antes, cuando el Atlético conquistó su última liga. Como la mayoría de quienes ahí han brillado, pronto se tuvo que ir porque la millonaria oferta que planteó el Inter de Milán era irrechazable. Sendero que antes ya habían cursado demasiados ídolos rojiblancos y después seguirían muchos más como Fernando Torres, Sergio Kun Agüero, Radamel Falcao, ahora Diego Costa (“Todos se van”, diría la novelista cubana Wendy Guerra, aunque ella evidentemente refiriéndose a su isla).

 

En todo caso, algo de Simeone se había quedado en el Calderón. Seis años más tarde, tras haber tocado ahora el cielo del futbol italiano al tiempo que el Atlético salía de su purgatorio en segunda división, Simeone regresó a la querencia. La segunda parte, como casi siempre acontece, no fue igual, pero el sólo verlo otra vez en el Calderón devolvió fe a quienes habían sufrido con el Atlético en el descenso (“en el infierno”, admitía uno de los espléndidos anuncios de este club).

 

Con las rodillas hinchadas y las piernas fundidas, se fue por segunda vez y prometió volver, lo cual se consumó en 2012 ya como director técnico. En esa nueva faceta había hecho campeones de Argentina a dos equipos (Estudiantes 2006 y River Plate 2008), mas pocos hubieran esperado semejante retahíla de éxito. Primero, la Europa League, después la Súpercopa europea, luego la Copa del Rey (con el valor añadido, ¡inmenso!, de haber vuelto a derrotar al Real Madrid tras catorce años) y ahora la liga española.

 

¿Pupas? ¿Salado? ¿Ya merito? No esta vez. Todo lo contrario. Sin duda, el campeón de España es hoy quien ha sido el mejor, aunque en otras épocas serlo no ha bastado al Atlético para coronarse, paranoia que flotó en el aire cuando Alexis adelantó en el marcador al Barcelona e hizo intuir lo peor.

 

Por eso tan delirante festejo. Porque para entender lo que pasa, hay que haber llorado, dentro del Calderón que es la casa de Sabina.

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