No. Aunque así nos parecía, ese número 4 en el dorsal del Inter de Milán no era eterno. Aunque su rostro de niño bueno (fascia d´angelo, “cara de ángel”, como le decían al llegar a Italia), nos empujara a refutarlo, ya va rumbo a los 41 años. Aunque su arranque, su doble tracción, su desgaste, disimularan el pasar de las décadas, esa historia, como todas, tenía que terminar.

 

La longevidad y el éxito de Javier Adelmar Zanetti serían motivo suficiente para loarlo ahora que se ha despedido, para inscribirlo en los libros más dorados de este deporte, para garantizarle un sitio en lo más alto, mas abundan otros motivos.

Con una estatura apenas sensata para el futbol moderno (1.77) y con un cuerpo de aparente fragilidad, nunca fue el más técnico, ni el más rápido, ni el más fuerte, ni el más talentoso. Acaso sí, de los más polivalentes (jugó en no menos de seis posiciones), de los más inteligentes, de los más consistentes, de los más disciplinados, de los más entregados y, por encima de todo, de los más respetados.

 

En el polarizado futbol italiano solamente él ha podido retirarse tras quince años como capitán de un grande sin dejar como estela conflictos con árbitros y directores técnicos, rivales y compañeros, aficionados y periodistas. ¿Conflicto? ¿Declaración incendiaria? ¿Excusas? No con él.

 

Tuve el honor de compartir transmisiones con el gran Zanetti durante la Copa del Mundo de Sudáfrica 2010. Más allá de que con la mayoría de los invitados de lujo he tenido una buena relación, de que cada uno termina por despojarse de la imagen de crack inalcanzable y tarde o temprano se convierte en persona, lo de este crack fue diferente.

 

Si el programa comenzaba a las cuatro de la madrugada tiempo de Johannesburgo, el ya estaba en el estudio dos horas antes. Se reía, ponía atención a lo que redactaban los reporteros, preguntaba con humildad al camarógrafo por la operación de su equipo, compartía anécdotas con tono casi de disculpa cuando él aparecía en la misma haciendo alguna proeza futbolística, sacaba fotografías, firmaba a punta de carcajadas lo que se le pidiera, saludaba procurando aprenderse los nombres de sus nuevos compañeros, contemplaba desde su inmutable paz el típico caos de un estudio de televisión.

 

Siempre dispuesto a hacer algo más, a integrarse, a aprender como si en realidad le hiciera falta, en ocasiones acudía a esas deshoras acompañado por su suegro.

 

Zanetti fue compañero en el Inter de jugadores que hoy lucen de diferentes eras: de Roberto Baggio y Zlatan Ibrahimovic, de Giuseppe Bergomi y Marco Materazzi, de Paul Ince y Rodrigo Palacio, de Roberto Carlos, de Gianluca Pagliuca, de Iván Zamorano, de Juan Sebastian Verón, de la mejor versión de Ronaldo, de Fabio Cannavaro, de Diego Milito.

 

Futbolistas y entrenadores iban y venían como parte de la obstinación del dueño, Massimo Moratti, de devolver al Inter a las glorias de la época de su padre. Zanetti, intocable, se mantenía. Así, hasta retirarse como el extranjero con más partidos en la Serie A, como el hombre que más veces ha sido capitán en la Champions League, como el jugador que más veces vistió la casaca neroazzurra y también de la selección argentina, como el cuarto en todo el planeta que disputó más cotejos oficiales (siendo porteros los tres primeros), como el capitán que levantó la Liga de Campeones en 2010.

 

Se retira un genuino astro, un líder modesto, un deportista incombustible, un predestinado para triturar récords. Se retira, sobre todo, un tipo intachable, de los que engrandecen y dan sentido épico a esta actividad.

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