Sucede que de tanto invocar incendios, los bomberos no llegan cuando más urgente resulta su concurso.

 

Imaginemos la más célebre fábula mexicana: “Pepito y el lobo”. Eso. Ni más ni menos, pero con 22 de los mejores futbolistas del planeta, un marcador de ida tan engañoso como remontable, y dos maneras de dirigir tan opuestas.

 

El Bayern Múnich salió golpeado del Santiago Bernabéu por la provisional derrota por la mínima diferencia, pero, mucho más todavía, por el impacto de notarse finalmente vulnerable, de admitirlo con espanto, de llorar en el diván y confesar al psicólogo: puedo perder.

 

Bajo ese contexto de inseguridades, su presidente lanzó una declaración a los medios con tinte de arenga a los propios y amenaza al rival: que en Múnich iban a arder hasta los árboles. Y ardieron, ni duda cabe, aunque ardieron como Roma a los pies de Nerón, o del Kaiser Pep, que para el caso es lo mismo.

 

El eterno deambular de balón bávaro, ese que hastía al patriarca Franz Beckenbauer (y puestos al choque cultural, me imaginaba en el texto de ayer un edificio de Gaudí extraviado a mitad de la muniquesa y neoclásica Koenigsplatz), llevaba plomo, sopor, previsibilidad. Ningún vínculo con la frescura, la dinámica, la trepidante circulación que marea, desquicia, confunde, y es marca registrada de Guardiola.

 

Y el Madrid a lo suyo. Llegó sabiendo que el partido tendía a hacérsele largo, a pasar mucho tiempo implorando velocidad al reloj, y terminó haciéndosele más bien aburrido. Lo liquidó pronto; con convencimiento, con personalidad, con contundencia. Y no hubo más Bayern. Del supuesto mejor equipo de Europa, esbozos tan inacabados como inofensivos. Del campeón prematuro de Alemania, la víctima precisamente de eso, de tanto tiempo sin exigencia en su torneo de liga, donde aseguró la gloria en pleno marzo. De la locomotora temible, un tren ansioso.

 

No es fácil silenciar el Allianz Arena. Mucho menos hacer que su afición, esa con especial fe en la más empinada remontada, deje las gradas a diez minutos del final.

 

A veces todo sale para un lado y nada para el otro. Hace un par de años Sergio Ramos voló su penalti contra Manuel Neuer en la misma semifinal de vuelta del mismo torneo y con los mismos equipos en la cancha. Ahora el defensa andaluz incorporó al ataque para clavar dos goles separados por cuatro minutos. Y este martes, a diferencia de en la ida, mermado por una lesión, sí estuvo Cristiano Ronaldo para ratificarse como mejor futbolista del momento a cabalidad (y a vanidad, con su festejo donde recordaba al mundo que llegaba a quince goles en esta Champions… Luego todavía llego a dieciséis).

 

Hubo incendio, se quemaron los árboles y, peor todavía, las ideas bávaras. El Madrid nunca soñó ganar con tanta comodidad… Tanta, que ofende la inmadurez de alguien del tamaño de Xabi Alonso para hacerse merecedor de una amarilla que le marginará de la final.

 

Real Madrid, por historia víctima de sinodales germanos, ha pasado en esta Liga de Campeones por encima de tres, y todos con alguna goleada: Schalke, Dortmund, Bayern.

 

Viene la final contra uno de los dos enemigos más íntimos que se puedan hallar: ¿el Atlético de Madrid o José Mourinho en el Chelsea? Derby o reencontrarse con quien se fue dejando todo incendiado en el Bernabéu…, hasta los árboles si es que había, que en el Allianz Arena de Múnich ya no los hay.

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