En la memoria todos tenemos un Real Madrid-Bayern Múnich.

 

Todos, al menos, los que algo sentimos por el futbol y crecimos pendientes por los desenlaces de las vueltas de la pelota. Todos quienes incluso en alguna de las ardientes ediciones de este cotejo, nos convencimos de que balón es destino.

 

Es el choque eliminatorio que más veces se ha dado en la Champions League (o en su precedente, la Copa Europea de Clubes Campeones), aunque la cifra de sus enfrentamientos resulta demasiado fría como para ilustrar la dimensión de este clásico.

 

¿Por qué? Acaso porque un simple número no es capaz de revelar las concepciones tan diferentes, las culturas futboleras opuestas, las cabales representantes de dos Europas distintas (y, bajo ese entendido, vinculadas bajo el lema de la Unión: In varietate concordia, Armonía en la diversidad).

 

De un lado, el todopoderoso club latino; del otro, la trituradora germánica. El que compra lo mejor del planeta y el que acapara lo mejor de Alemania. El soberbio que se sabe ilimitado (Florentino Pérez actúa, como en su momento Santiago Bernabéu, bajo la premisa de que todo está en venta) y el no menos arrogante que, además de gastar (aunque menos), aprovecha para juzgar y criticar el dispendio ajeno (actitud con la que el FC Bayern es metáfora perfecta de Baviera: en el país de lo preciso, la región más precisa).

 

El Madrid solía dar prioridad al trato del balón, y como ejemplo una arenga de Alfredo Di Stéfano cuando uno de sus jugadores levantaba la esfera a cada oportunidad: “El balón está hecho de cuero, el cuero viene de la vaca, la vaca come pasto, así que hay que echar el balón al pasto”; en tanto, el Bayern era una mecanizada tormenta para someter al rival, desquiciarlo, torturarlo en lo físico y en lo mental.

 

Ahora los blancos son tormenta ofensiva y los alemanes bordan un futbol de tan compleja costura que se pierde la cuenta en la cantidad de puntos trazados a la cancha, casi como si Gaudí hubiera puesto un edificio en la muniquesa y neoclásica Koenigsplatz (lo que al patriarca Franz Beckenbauer, tan germánica y épicamente pragmático que podría aparecer en el Cantar de los Nibelungos, no le gusta: “Así terminarán jugando en algún momento como el Barcelona, que uno ya no lo puede ni ver porque cuando llegan a la línea de gol vuelven a pasar la pelota hacia atrás”).

 

¿Los titanes invirtieron roles? Tampoco. Primero, porque por evidente que sea la mano de Pep Guardiola en el banquillo bávaro, ese escudo palpita a ritmos de Sturm und Drang, de imperativos categóricos kantianos, de Es muss Sein! (¡Tiene que ser!) clamado en plena sinfonía de Beethoven, de consumar la remontada imposible. Y, segundo, porque la verticalidad merengue, aunque remite a la mejor tradición noreuropea, es virtuosismo puro: no el burdo kick and run británico, sino precisión quirúrgica a ritmo de relámpago, con las piernas más preciosistas listas para detonarlo y atravesar la cancha en menos de lo que tecleo dos letras.

 

En lo personal, dos eliminatorias entre el gigante bávaro y el madrileño marcaron mi pasión por este deporte. En la temporada 1986-87 los blancos estaban a un paso de elevar su hegemonía española a escala europea, pero en semifinales fueron arrollados por el Bayern. Jean-Marie Pfaff, Andreas Brehme, Lothar Matthaeus, Klaus Augenthaler hicieron un 4-1 en la ida del que el Madrid ya no pudo levantarse.

 

Un año después se reencontraron en cuartos de final y todo lucía idéntico muy pronto (3-0 al inicio del segundo tiempo), con un añadido imposible de olvidar para un niño: que sobre la cancha del Olímpico de Múnich había nieve y los jugadores madridistas portaban guantes. Al 84 Emilio Butragueño recortó y al 89 Hugo Sánchez hizo el segundo tras lanzar un tiro libre raso que se escurrió bajo el genial Pfaff.

 

El Madrid lo remontó a la vuelta (aunque entonces se apareció el PSV Eindhoven) y desde entonces se ha estrellado recurrentemente con lo que denomina su “bestia negra” o, en términos mexicanos, su coco.

 

Karl-Heinz Rummenigge, presidente y ex futbolista del Bayern, declaraba que “en Múnich se van a quemar hasta los árboles”, agresiva forma de definir un partido sin tregua, de guerrilla futbolera y emboscadas. Quizá se quemen, pero viendo a este Madrid no me extrañaría que el fuego se prenda a consecuencia de sus trepidantes galopadas.

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