Si no hubiera sido por los colores y escudos, o acaso por algo más de canas en su cabellera, la discusión podía corresponder no al londinense Stamford Bridge sino al madrileño Santiago Bernabéu y no a este 2014 sino a alguno de sus años merengues. O incluso al mismo estadio del club Chelsea pero unas cuantas temporadas atrás, en su primera etapa, o al Giuseppe Meazza del Inter. Poco cambia y menos él. ¿Genio y figura? Más bien, genio que si pierde se desfigura.

 

No hace falta ser psicólogo para asumir que cuando una persona se queja de lo mismo en muy variados entornos y ante diferentes personas, culturas, circunstancias, puede tratarse de una especie de delirio de persecución. Es decir, si José Mourinho se sintió perseguido en todos los sitios en los que estuvo, si siempre halló culpables y razones para victimizarse, lo idóneo sería que de una vez por todas admitiera que el problema eventualmente es él.

 

Todos los directores técnicos, por exitosos que hayan sido, experimentaron el fracaso, no sólo José. Aunque algunos privilegiados del deporte parecen de pronto refutarlo, esto es como la vida misma y a su rueda de la fortuna no se escapa, a ese subir y bajar.

 

Michael Jordan vivió jornadas para el olvido, y de tanto buscarlo Garry Kasparov encontró su Waterloo en Deep Blue, y Diego Armando Maradona no pudo contribuir con su descomunal talento a demasiados títulos de liga, y tarde o temprano Usain Bolt perderá como Michael Phelps en Londres 2012 perdió, y como Roger Federer cada vez más seguido lo hace, y como Muhammad Ali conoció lo que se siente caer a la lona. Eso en el deporte, que fuera de él hay todavía menos invictos: en las humanidades, en las ciencias, en los negocios, por no decir en la política y en la economía.

 

Tan normal como exponerse sistemáticamente a la derrota, es aferrarse a evitarla, y mejorarse, y elevarse, y añadirse valores. E igual de normal en el mal perdedor, es refutarla.

 

Pero Mourinho hace parecer que si pierde es porque alguna razón oculta a ojos de los no iniciados, le ha perjudicado: el árbitro, la UNICEF, la federación, el calendario, su directiva, los astros. Sí, el penalti que implicó su debacle liguera ante el Sunderland es discutible. Y más todavía su discurso, repartiendo sarcásticas acusaciones a todos. La realidad es que por primera vez fue vencido en casa dirigiendo al Chelsea en liga y que esto aconteció nada menos que contra el último sitio de la Liga Premier (mismo que sacó el empate unos días antes a otro gigante, como lo es el Manchester City).

 

Ir por los estadios levantando incendios con las palabras es una actitud común en Mourinho. Enrarecer el ambiente. Desviar el discurso de lo meramente futbolístico. Saturar los espacios mediáticos que podrían criticar a su equipo de protesta e indignación. A su equipo, sí, aunque sobre todo a él. Aquí aplica fácilmente aquello de Bush de “conmigo o contra mí”: quien osa no seguir su estela, se expone a la inmediata purga (como en su momento, Pepe en el Madrid); él se convierte en el equipo y el equipo ha de sostener como propio su discurso.

 

Dudar de su capacidad como entrenador y como líder, sería absurdo. Concederle la razón a cada llanto, también.

 

Es el mismo Mou y no va a cambiar. Habituado tan pronto en su carrera a ganarlo todo, cuando algo pierde es inmediato para señalar a algún culpable. El problema es que ya cansó. O, peor todavía, que ya se caricaturizó.

 

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