En el imaginario colectivo de esta institución, el nombre de la capital bávara siempre ocupará un sitio primordial: lugar en el que se dio la resurrección física tras el desastre aéreo de 1958 y equipo ante el que se dio la resurrección futbolística en la final de la Liga de Campeones de 1999.

 

Quizá por ello cuando el sorteo de los cuartos de final de la presente Champions League deparó que el alicaído Manchester United enfrentaría al favorito Bayern Múnich, una parte de la afición red devil se aferró a la mística del club, misma que parece haber desaparecido desde que Sir Alex Ferguson dejó la dirección técnica unos meses atrás.

 

Ya hemos explicado antes en este espacio cómo un editorial inglés publicó que el pecado del ManUtd en la ida de los octavos frente al Olympiakos, había sido, por principio de cuentas, no haber parecido ManUtd. Es decir, que independientemente del esquema de juego o el grado de éxito, el conjunto guiado por David Moyes defraudó los ideales del club. La mística, el aplomo, los ímpetus que permiten estar a la altura del sobrenombre del estadio Old Trafford, “Teatro de los sueños”.

 

Y entonces, en medio del caos Moyes, se rescató sin mayor búsqueda ese par de referencias. La primera, cuando el destino quiso que un vuelo de Belgrado a Manchester hiciera escala en Múnich y después se accidentara al intentar despegar de la nieve bávara. Ahí perecieron 23 personas incluidos ocho jugadores del primer equipo del United, un directivo y dos asistentes técnicos, además de ocho periodistas que habían cubierto el partido de Copa de Campeones en contra del Partizan de Belgrado.

 

Sobrevivientes de aquella tragedia se coronarían en Europa una década después, en un festejo plenamente vinculado a lo que costó levantarse tras la catástrofe muniquesa, a esos caídos, al luto. Basta con decir que en la final de copa ganada por el United a pocos meses del desastre aéreo, el uniforme del equipo no mostraba el tradicional escudo, sino un ave fénix.

 

Por eso, cuarenta años después del triste episodio, cuando el ManUtd consumó la remontada más épica que pueda recordarse en una final de Champions y dándose ésta nada menos que ante el Bayern, brotó una inmediata relación con el espíritu surgido de esas cenizas congeladas: los red devils perdían 1-0 al minuto 90, y al 93, en dos acciones gemelas, ya habían remontado.

 

Sir Bobby Charlton me contaba en una plática informal una curiosa anécdota. Que al minuto 89 felicitó a Franz Beckenbauer, entonces presidente del Bayern, y se metió al elevador que lleva a la cancha. Una vez que salió, no podía entender el manicomio en las gradas: el marcador ya era 2-1. ¿En qué momento cayeron dos milagrosos goles? En el mismo que a él tomó esperar el ascensor, bajar los niveles que separan al palco de honor de la cancha y cruzar un túnel.

 

Por eso en Múnich creía el United y a los milagros de Múnich se aferraba su afición.

 

Por un momento pudo ser: se imponían uno a cero, neutralizaban a la poderosa maquinaria bávara, buscaban algún tanto más. Pero no: este Bayern que ha anotado en sesenta partidos consecutivos, no se iba a ir sin nada. Y así fue: empate a un tanto que otorga gran comodidad a los bávaros para la vuelta.

 

Hasta los milagros y los nombres que a ellos remiten, se alejan cuando todo, como hoy en el United, se ha revuelto.

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