Quince años transcurrieron entre los dos anuncios.

 

En el primero, un niño decepcionado preguntaba su padre, ¿por qué somos del Atleti?”, a lo que el abrumado progenitor no sabía qué responder, una mueca que resumía tanta derrota y tan estoica afición.

 

En el segundo, publicado un par de semanas atrás, otro niño dice a su padre dos contundentes palabras que no requieren de mayor explicación: “Papá… ¡Gracias!”.

 

¿Qué ha pasado entre esos dos comerciales? Mucho, pero sobre todo un personajazo con carácter suficiente para remar contra una historia, contra una inercia fatalista, contra una genética de mediocridad: Diego Pablo Simeone.

Quince años después, el niño ya no tiene que reprochar a papá por haberlo evangelizado bajo los colores rojiblancos. Quince años después, ese resentimiento ha sanado con la gratitud del bebé que antes de hablar fue introducido en la religión atlética. Quince años después, puede haber orgullo y no más lamento.

 

¿Suena a exageración? Si tiene tiempo libre, métase a cualquier buscador de internet y hurgue en las heridas de este club: campeonatos perdidos de la forma más inentendible y extraña, postes encaprichados en escupir fuera los balones que bajo cualquier circunstancia regida por las leyes de física de este planeta tenían que meterse, gestiones absurdas y directivas tan discutidas que un inspector de Hacienda llegó a tomar las riendas del equipo, a contratar y despedir entrenadores, a renovar y fichar jugadores, y a finalmente descender a segunda.

 

Un año en el infierno, lo llamaba otro promocional del equipo, pero finalmente fueron dos antes de regresar a primera y lo consiguió el hombre que más amo (a su furiosa manera) al Atlético: Luis Aragonés, quien aceptó dirigir a la entidad en una categoría que no correspondía a su espectacular palmarés.

 

Y de los dos años infernales, a muchos más infiernos reales y ficticios, creados por la mente e impuestos por el destino, consecuencia de la dolorosa tradición y de los complejos.

 

De trancazo en trancazo, el Atlético logró acabar con la peor racha posible de humillaciones a manos del Real Madrid y le quitó la pasada Copa del Rey. De desencanto en desencanto, el Atlético se sobrepuso a perder cuanto futbolista brilló ahí: Fernando Torres, Diego Forlán, Kun Agüero, Radamel Falcao, incluso en 1997 el hoy DT Simeone. A cada pérdida, lució más fuerte. De cada salida, emergió más poderoso.

 

Sé que es trillado que cada que me refiero al actual líder del futbol español, retomo su himno centenario, pero suplico se me perdone la reiteración. Joaquín Sabina en esos versos define mejor que nadie el sentido de esta historia:

 

Para entender lo que pasa

hay que haber llorado dentro

del Calderón, que es mi casa.

o del Metropolitano,

donde lloraba mi abuelo

con mi papá de la mano.

Qué manera de aguantar,

qué manera de crecer,

qué manera de sentir,

qué manera de soñar,

qué manera de aprender,

qué manera de sufrir,

qué manera de palmar,

qué manera de vencer,

qué manera de vivir.

Qué manera de subir y bajar de las nubes,

¡qué viva mi Atleti de Madrid!

Hoy se enfrenta al Barcelona en cuartos de final de la Champions League. Nunca más que ahora, podemos considerar las posibilidades atléticas. Nunca más que ahora, podemos admitir que ese fatalismo, que esa mediocridad, que ese niño que no halla razones de orgullo en su afición, que ese llorar, sufrir, aguantar, han sido sometidos por una pandilla de guerrilleros, con el cacique Simeone a la cabeza.

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