El binomio que consiguiera devolver a las islas británicas la potestad sobre Wimbledon, anunció su separación este miércoles.

                Andy Murray ha dejado de ser entrenado por la leyenda checa del tenis, Iván Lendl, bajo cuya guía cambiara diametralmente su carrera. Dos años de relación bastaron para que Murray pasara de ser eterno aspirante a verdadero miembro de la élite de la raqueta.

 

Hasta antes de esta racha triunfal, un sketch con fines altruistas en el que intervino Murray, definía las dos facetas que lo perseguían casi como estigmas: primero, un niño le pedía repetir su foto, toda vez que el a menudo pesaroso Andy aparecía sonriendo: “no me van a creer que eres tú… ¿Podemos hacerla más con cara de Andy Murray?”; segundo, una niña le preguntaba si es escocés o británico, a lo que respondía resignado, “depende de si gano”, aludiendo a la actitud común hacia su persona: al imponerse, se le veía como británico; al perder, como bloody scottish.

 

Todavía en el Torneo de Maestros de diciembre de 2011, disputado en la Arena O2 de Londres, emergió ese agrio Murray, visto como ajeno por buena parte de los aficionados ingleses, incapaz de cargar con la presión y a la postre retirándose lesionado: mal y de malas como casi siempre.

 

A gran velocidad, Lendl modificó la percepción que respecto a Andy se tenía, más allá de la cuestión escocesa; esa idea de inestabilidad, de volatilidad, de incapacidad para crecer en los momentos cumbre.

 

La propia madre del tenista admitía a la BBC que el cambio era más mental que técnico: “Ha representado una gran diferencia para Andy en términos de control emocional en la cancha”. El raquetista añadía, “me ha hecho aprender más de las derrotas que he tenido en el pasado, de lo que lo hice cuando sucedieron”.

 

Boris Becker, uno de los reyes históricos de Wimbledon y quien fuera gran rival de Lendl, explicaba: “Desde que Iván está en su esquina, Andy ya no grita y discute tanto”.

 

Se trataba de un tenista que lejos de disfrutar su profesión, parecía sufrirla. El semblante fatalista, la cara de desesperación, la mirada evidenciando que no podía soportar la responsabilidad de avanzar otra ronda o ganar el torneo (cuatro Grand Slams perdió, de hecho, en plena final).

 

Tan distinto a este Andy, primero medalla de oro en Londres 2012 tras imponerse en la final a Roger Federer, después campeón del Abierto de Estados Unidos y finalmente monarca de Wimbledon en 2013, lo que lo convirtió en el primer británico en lograrlo desde Fred Perry en 1936.

 

Era ya otra versión de Murray, ahora sí abrazado por todo el Reino Unido y él mismo evitándose discusiones relativas a su nacionalidad (años antes, se había enredado en una polémica al decir que en el Mundial 2006 apoyaría a quien fuera menos a Inglaterra, de lo que surgió un rumor de que portó el uniforme paraguayo cuando los guaraníes enfrentaron a los ingleses). Pero, lo más importante, frío, calculador, ganador.

 

El binomio que devolvió a Wimbledon el honor de ver a un británico campeón 77 años después, ha roto.

 

Murray escaló a las dimensiones de los Nadal, Djokovic, Federer, en virtud del gran trabajo tenístico de Lendl, pero, sobre todo, por su labor psicológica.

 

¿Qué faceta de Andy emergerá a partir de este día? Una incógnita, mas es de suponerse que las lecciones de Iván se quedarán en la raqueta heredera de Fred Perry.

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