Una extraña parábola puede tejerse entre el desempeño deportivo del club AC Milán y el éxito político de su propietario, Silvio Berlusconi.

 

Por morboso, forzado o esotérico que parezca, el brillo en la cancha de los once rossoneri parece plegado (o viceversa) al de su dueño en el gobierno italiano.

 

Muchas veces se ha trazado una gráfica resaltando los triunfos y desazones tanto del equipo como del personaje, con constantes (por no decir que permanentes) curvas compartidas.

 

El Milán agudiza a cada día su crisis en una de las peores rachas de resultados en su historia reciente: puesto 10 de la tabla en la Serie A italiana, con menos de la mitad de los puntos cosechados por el líder Juventus, con elevado riesgo de quedarse por primera vez en 17 años fuera de competiciones europeas, eliminado de la Coppa Italia en cuartos de final, echado de la Champions este martes por el Atlético de Madrid con goleada incluida.

 

Al tiempo, Berlusconi ha sido noticia a últimas fechas más que por los rumores de venta del propio Milán (tema que suena cada que la entidad deja de funcionar), por su inminente boda con una mujer cinco décadas más joven y, sobre todo, por el cerco en torno a su figura política, incapacitada incluso de salir de Italia por las acusaciones de fraude fiscal.

 

Silvio ya había levantado buena parte de su emporio mediático cuando decidió comprar en 1985 al empobrecido y desprestigiado AC Milán. Bien sabido es que primero intentó hacerse del Inter, mucho más vinculado a la derecha lombarda que un Milán a menudo asociado con clases trabajadoras y democracia social (uno de los viejos apodos del club es casciavit, traducible como desarmador, en alusión al orgullo obrero de los seguidores del equipo).

 

Lo relevante es que este magnate entendió que el atajo más corto para añadir a su peso económico una estatura política, era la notoriedad que supone poseer una institución futbolera. Y para donde había un balón de futbol fue.

 

Así compró a un AC Milán que había estado descendido por el enésimo escándalo italiano de amaños de partidos. La consigna era conquistar Europa, aunque bajo paradigmas del mejor futbol. Arrigo Sacchi primero y Fabio Capello después, dirigieron a dos de los onces más dominantes de todos los tiempos.

 

Berlusconi, siempre astuto y visionario, copió de las gradas de un estadio de futbol el nombre de su partido: Forza Italia!, como gritan los tiffosi cuando juega el conjunto italiano, acaso junto con la escudería Ferrari, los únicos puntos de unión de un país tan dividido entre norte y sur, aunque también entre regiones, provincias, dialectos, rencores medievales, ciudades, tipo de pasta y vino.

 

La primera gran victoria electoral de Silvio fue en 1994, a los pocos días de la goleada de su Milán al Barcelona en la final de la Champions. Por ello quizá siete años después preparó los comicios invirtiendo 150 millones de euros en potenciar el plantel rossonero, y por supuesto que volvió a ser Primer Ministro. En 2008 subió de nuevo a la mayor silla del gobierno italiano, coincidentemente con otro título de Champions y de Mundial de Clubes. En enero de 2013 incrementó su apoyo en 400 mil votos tras adquirir a Mario Balotelli y, de paso, el cariño de cientos de miles de hijos de inmigrantes.

 

¿Qué habría sido de las ambiciones políticas de Berlusconi si la revolución futbolera de Sacchi no funciona? ¿Y si alguna lesión, poste o penalti cambia el rumbo de esta historia? Imposible saberlo… Aunque suficiente se puede intuir recapacitando en esta parábola: hoy el Milán goleado por el Atlético, a media tabla en Italia, destartalado y nostálgico de sus mejores días; hoy Silvio Berlusconi no puede siquiera salir de su país.

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