Su sola presencia parecía refutar tópicos tan obvios como el de “nada es para siempre”. En su longevidad disfrazada de eternidad, Carles Puyol vio pasar épocas, vio surgir y caer ídolos, vio el mejor futbol y el peor, vio cerrar ciclos que parecían duraderos y continuar otros que lucían condenados a lo efímero, lo vio todo vestido de blaugrana.

                Originario de una localidad cercana a los Pirineos de tres mil habitantes y en la que muchos lugareños intentan en vano hablar español porque de sus bocas brota inevitablemente el vocablo catalán, Puyol ha defendido durante más de quince años la casaca de su amado Barcelona.

 

¿Fortaleza y resistencia? Esas serían acaso las primeras características a emplearse cuando nos referimos a Carles. Nociones fácilmente rebatidas si consideramos que durante tan largo periplo, padeció 36 lesiones importantes: rodilla, muslo, tendón, ojo, nariz, tobillo, pómulo, abdomen, cráneo y costilla, gemelos e isquiotibiales, lumbalgia y pumbalgia, hombro y codo. Un verdadero catálogo de medicina deportiva puede desprenderse de lo que este gladiador ha padecido, subsistido y resistido al cabo de década y media en la élite.

 

Estoicamente, porque el común de los aficionados desprendía de su delirante entrega, que se trataba de un tipo de acero, irrompible, con la queja ajena a su temperamento. De cada lesión volvió antes de lo estimado y, si cabe, con incrementadas cuotas de ímpetus.

 

No parece casual que cuando anotó a Alemania el gol que clasificaba a España a la final del Mundial 2010, saludara a la reina Sofía cubierto apenas por una bata (y por un rostro de vergüenza) luego de bajarse de la cama de fisioterapia, dado que esa golpeada maquinaria necesitaba cada vez de más hielo, masaje, tratamiento, rehabilitación.

 

Poco se sabe, pero esta historia de alma tan blaugrana pudo ser distinta. Antes de esta era de tres Ligas de Campeones y absoluta hegemonía en el balompié español, hubo un Barça inestable y extraviado, en el que presidentes y entrenadores cambiaban a cada momento. Bajo ese contexto Luis Figo pasó del cuadro catalán al Real Madrid y Puyol estuvo muy cerca de seguir sus pasos. Sucedió en 2002, justo cuando había disputado su primer Mundial y Florentino Pérez tenía la capacidad de vestir de blanco a quien se propusiera. Sin embargo, el defensa se quedó y fungió como uno de los estandartes del Barcelona más brillante.

 

Incluso la prensa cercana al Madrid admite que sin ese Barça difícilmente habría existido esta España, y eso es mucho decir. Tanto con el club como con la selección, como imponente líder: su voz se escuchaba y respetaba en la cancha, su grito orientaba y espabilaba, su semblante concentraba e inspiraba. Y su gesto en la final de Wembley de 2009, al ceder la capitanía a Eric Abidal, quien enfrentaba un cáncer de hígado, para que levantara la recién conquistada Liga de Campeones.

 

Se va del Camp Nou, porque, aunque no pareciera, las lesiones finalmente han podido con él y porque, evidentemente, ni Puyol es para siempre: “Tras las dos últimas operaciones, tan agresivas, me está costando mucho recuperar el nivel que yo me exijo para continuar aquí… Más de lo que yo me pensaba y mucho más de lo que me dijeron los cirujanos. Por eso he tomado esta decisión”.

 

Dejará un vacío tremendo y no nada más por la renuencia barcelonista a comprar defensas, sino por lo que siempre representó en términos de aplomo.

 

Para su jubilación se especula alguna liga más relajada como la estadounidense o la qatarí. Será raro. Raro verlo sin uniforme blaugrana. Más raro todavía, bajo condiciones de escasa exigencia.

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