No es nuevo que cuanto suceda en Rusia suponga una intriga especial. No es nuevo que cuantos ojos giren desde fuera para contemplarla, lleven un prisma de suspicacia o paranoica curiosidad al tono de, “ellos, los rusos” o “estos rusos”. No es nuevo ahora, en estos sus Olímpicos post-soviéticos, como no lo fue antes, cuando cayeron los zares y se aferraban a albergar su Spartakiada (en honor a Espartaco, esclavo sublevado en la antigua Roma), o en plena Guerra Fría cuando decidieron albergar los Juegos de verano de 1980.

 

34 años separan a Moscú 80 de Sochi 2014, aunque con ciertas circunstancias a relacionar. Por principio de cuentas, fuera porque estaban por recibir los Olímpicos o pese a que los recibirían, la URSS invadió Afganistán un año antes de la llegada del fuego olímpico a su territorio; más aun, la purga no iba a detenerse bajo excusa deportiva y el científico nuclear Andrei Sajarov (Nobel de la paz 1975, por sus afanes antibélicos) era arrestado a seis meses de la inauguración y confinado en una distante ciudad. De igual forma, sea porque Sochi 2014 se acercaba o pese a ello, Rusia ha hecho lo que ha querido en este camino preparatorio: las polémicas territoriales con Georgia o las Pussy Riot, la ley que prohíbe lo que denomina “propaganda gay”, el gasto a niveles récord para un evento deportivo, desastres ecológicos… Todo ha valido, como en 1980, para mostrar en un festival del deporte que Madre Rusia pertenece al primer escalafón del concierto de las naciones.

 

Del boicot de 65 países encabezados por Estados Unidos, se ha hablado mucho, aunque es importante decir que no fue el primero. Cuatro años antes, 29 naciones africanas ya habían desistido de competir en Montreal 76 en protesta por la inclusión de una Nueva Zelanda que había accedido a enfrentar en rugby a la Sudáfrica del apartheid. Puestos a buscar antecedentes (o acaso, a forzarlos), esta vez han sido muchos los mandatarios que se han abstenido de acudir a la apertura olímpica.

 

Como quiera que sea, la historia rusa en relación con el olimpismo resulta por demás particular. Cuando esa celebración era calificada como “burguesa” y los soviéticos no se habían integrado a los Juegos, había cantos y metáforas que evidenciaban el sentido nacionalista de hacer deporte o jugar futbol (fizkultura llamaban a la preparación física en épocas comunistas): “¡Fizkult-hurra! ¡Prepárate! ¡Cuando llegue el momento de vencer al enemigo! (…) “¡Hey, tú, guardameta, prepárate para la batalla! ¡Eres un vigilante en la línea! Sólo imagina que detrás de ti, la frontera debe mantenerse segura”. Y así, cuando se conoció el afán nazi de invadir la URSS (la operación Barbarroja), se recurrió a los dos principales institutos de fizkultura para apoyar la defensa del país, tal como explica el académico Mike O´Mahony en su libro Sport in the USSR.

 

Pasada la Segunda Guerra Mundial, se especula que la Unión Soviética pospuso cuatro años su debut en Olímpicos (no en Londres 48, sino hasta Helsinki 52), toda vez que no pudieron garantizar a Stalin que de inmediato se tomaría el liderazgo de medallas.

 

Ahora, en una ciudad-balneario amada e ideada por el propio Stalin y que es todo menos invernal, Rusia vuelve a ser sede deportiva del mundo. Que si los derechos humanos, que si las condiciones en la Villa Olímpica, que si la pista a la que debieron añadirse metros de último momento para hacerla reglamentaria, que si los perros callejeros, que si los peculiares baños con inodoros sin separación, que si la ley anti propaganda gay, que si el espionaje en computadoras y celulares de periodistas, que si el aro olímpico que no abrió en la inauguración (casualmente, el rojo, a menudo relacionado con América), que si las políticas antiterroristas, que si la liberación del  ex magnate y rival del Kremlin, Mijail Jodorkovski, o de las Pussy Riot.

 

El asunto es que Vladimir Putin, quizá el más atlético estadista del mundo y cuyas fotos sin camisa son orgullo para muchos de sus gobernados, coloca como pilares de su nueva Rusia estos Juegos de Sochi 2014 así como el Mundial 2018. Nada nuevo. Como tampoco es nuevo que cuanto acontezca en la intrigante Rusia suscite las más variadas sospechas o lecturas.

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