Por lo que se sabe, George Clooney puede entrar a un Starbucks a tomarse un cinnamon dolce latte, sentarse cómodamente, encender su iPad y disfrutar de la bebida sin el mayor de los problemas. A menos, como sucede en la publicidad de Nespresso, que una admiradora, al percibir su presencia, grite a los cuatro vientos: ¡George Clooney está aquí!

 

De un tiempo a la fecha la vida real se parece a la publicidad y no viceversa. No se sabe con exactitud el momento en el que ocurrió tal fenómeno. Quizá la respuesta la comparten los habitantes de Mad Men.

 

Hace 20 años supimos, por Michael Jordan, que cuando Nike se percató que el basquetbolista se había convertido en una marca ya era demasiado tarde. Unos años antes, Jordan había conseguido un buen contrato publicitario con la marca deportiva estadunidense, pero después de que logró detener el tiempo en el aire, a pocos centímetros de encestar, su fama catapultó a su propio apellido. Jordan eligió terminar el contrato con Nike para abrir el espectro de ofertas que lo acechaban. Ni modo.

 

La vitamina de las marcas es la emoción. En una época en la que, para la mayoría del segmento poblacional global de la clase media, el valor real del dinero tiende a la baja, el único incentivo para la demanda de deseos se logra a través de la publicidad.

 

De ahí que Scarlett Johansson dedique su tiempo libre a vender atractivas máquinas para producir refrescos… en casa. Cómo no. Si Clooney degusta Nespresso en cualquier parte del mundo, Johansson, harta de Coca Cola y Pepsi, consume sus refrescos elaborados en la atractiva máquina marca Sodastream en su casa o en el Super Bowl. Eso parecía hasta hace unos días cuando nos percatamos que las marcas registradas no son otra cosa que un ejército de contratos. La final del futbol americano no es un terreno propicio para Sodastream.

 

Una hipótesis política ridícula comenzó a conformarse horas después de la fatal noticia: Johansson y su máquina Sodastream no podrán estar presentes en la mente de los televidentes durante el partido de futbol del próximo domingo debido a que un grupo palestino de presión invita a boicotear a la actriz y a su máquina de refrescos debido que la fábrica de la máquina se encuentra en el crucero de Ramala, Jerusalén, Jericó y Belén. En terreno ocupado por los israelíes, en Palestina, es un foco de críticas del grupo que invita al boicot: Movimiento BDS (boicot, desinversión y sanciones). Obedientes, los organizadores de las pautas publicitarias del Super Bowl decidieron bajar la imagen de Johansson con tal de no alborotar al rating.

 

No es difícil imaginar que Woody Allen, uno de los mejores publicistas cinematográficos de Johansson (Match Point, Scoop y Vicky Cristina Barcelona), nos sorprenda con algunos aforismos bajo la marca Sodastream.

 

Frente al polo de la irracionalidad se encuentran los derechos exclusivos que asumen los patrocinadores del Super Bowl en el momento de depositar, segundo a segundo, el costo de la pauta.

 

En efecto, detrás de los ornamentos estéticos, casi siempre atractivos por creativos, de la publicidad, se esconden los contratos. En ellos no existen risas. Sólo cifras de dinero y restricciones. Clooney no nos dirá si Nestlé le prohibió entrar a una cafetería Starbucks a tomar agua. El sentido común así lo confirmaría.

 

A través de la publicidad, es decir, a través de la vida real, Scarlett Johansson ingresa no a la casa de cada televidente pero sí a la cabeza de cada uno de ellos para realizar una transferencia ambulatoria de sensualidad. ¿Qué significa semejante fenómeno? Es sencillo, en el lenguaje del marketing se le denomina “posicionamiento”. Ubicar en primer sitio de la memoria el nombre de Scarlett Johansson y vincularlo con la marca Sodastream.

 

En el arsenal publicitario de Pepsi y Coca Cola no se encuentra la marca Johansson, al menos durante el Super Bowl. Así que ejercer contratos es el paso a seguir. El imperio de la publicidad se encarga de escribir un storytelling político en que Ramala se encargue de sacar del aire a Johansson.

 

En la publicidad, es decir, en la realidad, Johansson concluye su guion con un “lo siento Coca y Pepsi”, para, acto seguido saborear de su bebida bajo una ornamento tan elegante como sensual.

 

La libertad termina en Estados Unidos en el momento en el que Coca Cola suelta un manotazo.