Se dice que el deporte de conjunto es no sólo el Big Brother perfecto, sino además el verdadero precursor de la telerrealidad: las relaciones en un espacio determinado entre varios jóvenes, los afanes y frustraciones de jalar hacia un lado, los bemoles de enfrentar a un rival con idénticos intereses pero en tu contra, las emociones a cada instante, la multitud de historias que interactúan desde cada jugador, la narrativa (épica, trágica, lírica) sobre el terreno de juego, héroes y villanos, protagonistas y antagonistas, reyes y motines… Y todo emitido en tiempo real con numerosas cámaras, micrófonos, tecnologías, análisis, opiniones.

                  Con todo lo anterior, a pocos ha extrañado el paso emprendido por el futbol americano profesional en un intento de por fin dotar de relevancia al devaluado Tazón de los Profesionales o Pro Bowl que aglutina (o solía aspirar a hacerlo) a lo mejor de la liga en un partido de estrellas.

 

Partido que nunca ha alcanzado las cuotas de reflectores y atención que suelen ser intrínsecas a todo acto de la NFL (incluso el Draft, más del reality show NFL, con jóvenes talentos conociendo su futuro en vivo y en cadena nacional). De hecho, es el único encuentro de su naturaleza con menor audiencia respecto al común de la campaña regular. El ser una disciplina de tan elevado riesgo de lesión, propicia que pocos quieran participar y que quienes participan lo realicen cuidándose a cada tacleada. Si la NFL no ha podido añadir a la temporada dos semanas por lo golpeados que ya finalizan los jugadores, menos conseguirá que el esfuerzo llegue al máximo en un cotejo del todo intrascendente.

 

Antes se disputaba en la semana posterior al Super Bowl. Ahora se hace en el fin de semana de receso que media entre las finales de conferencia y el gran partido. Con lo anterior, no son elegibles para el juego de estrellas quienes dirimen la gloria máxima, es decir, buena porción de las estrellas del año. El estar preparándose para el Super Tazón resulta un pretexto para ausentarse más creíble que alguna lesión ficticia que nunca faltaba: igual no necesitan el dinero por acudir a tal celebración, carente de motivación alguna (en Grandes Ligas, por ejemplo, la liga que se corona en el All Star Game, otorga a su representante en la Serie Mundial la ventaja de la localía).

 

Con tal escenario, la NFL decidió que a partir de este 2014, dos leyendas se ocupen de seleccionar sus equipos de estrellas, tal como si se tratara de dos niños jugando Fantasy. Ya no Conferencia Nacional contra Americana, sino los elegidos esta vez por Deon Sanders contra los de Jerry Rice.

 

Experimento interesante el del domingo pasado, aunque con resultado en absoluto superior a lo que suele verse. Hasta ocho balones perdidos acompañaron a un partido que suele terminar en pachanga digna de solteros contra casados.

 

Puestos a rellenar el calendario, el Pro Bowl cumple su cometido, aunque por mucho Fantasy que se le meta, a pocos satisface. Y es que el reality show, ahora reforzado con dos titanes que forman planteles como niños frente a la computadora, no puede caminar sin un elemento básico: que quienes juegan estén preocupados por ganar.

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