Todo en la vida de Clarence Seedorf pasó demasiado pronto: a los dos años de edad ya se había mudado de su natal Surinam a Ámsterdam; a los seis, ya había sido detectado por un programa de cazatalentos; a los ocho ya había sido incorporado al poderoso Ajax; a los dieciséis ya era el más joven en jamás debutar vistiendo la casaca del cuadro de la capital holandesa; a los dieciocho ya era asiduo de la selección naranja y a los diecinueve ya festejaba como titular su primera Champions League.

 

A tan fulgurante paso. El precoz mediocampista de Paramaribo parecía vivir en un año lo que el común de sus colegas experimenta en cuatro, pero no existía el freno en su carrera.

 

A los diecinueve años, Clarence Seedorf ya había firmado por la Sampdoria italiana y a los veinte por el Real Madrid, donde, claro, de inmediato fue estrella. Otra Champions más a los veintiuno y la disputa de su primer Mundial a los veintidós. Por entonces, también con prisa, ya se le daba por acabado: que su mejor futbol había pasado, que no estaba concentrado en la cancha. Tanto acelere era metafórico y literario cuando sobrevivió a un accidente en su Ferrari.

 

Y con el mismo acelere, el Madrid se desprendió de él cuando apenas tenía veintitrés (otra prisa: fue a medio torneo; ni siquiera como para esperar al verano). Así llegó al Inter y así de veloz, al cabo de año y medio, se cambió al otro gran equipo de la capital lombarda, el AC Milán. Parecía que llegaba un veteranazo al conjunto rossonero, aunque Clarence apenas pasaba de los veintiséis años.

 

Entonces sí, este bisnieto de esclavos surinameses y nieto de un vendedor de frutas que despachaba por Paramaribo en bicicleta, emergió con otra cadencia. En el Milán se quedaría diez felices años, siempre como titular (y, cuando no, ganándose el derecho a serlo). Dos Ligas de Campeones más, condecoraciones de la familia real holandesa, una poderosa faceta altruista para educar niños de comunidades marginales, y el abuelo Seedorf ahí seguía con su privilegiado físico –apenas 1.77 metros, pero de puro músculo– intacto.

 

Acaso por todo lo anterior, la biografía que aparece en su página de internet abre con esta frase: “I was born ready”: nací listo.

 

Y así de listo ha estado el cuatro veces monarca de la Champions League cuando a medio entrenamiento con el Botafogo brasileño, club al que no fue con actitud de futbolista con ansias de jubilarse sino con afán de continuar devorándose la cancha, recibió un telefonazo de Milán.

 

En medio de la grilla desatada en el club rossonero entre el viejo operador, Adriano Galliani, y la hija del propietario, Bárbara Berlusconi, urgía un entrenador que conociera la casa, que tuviera credibilidad y liderazgo, que sacara a la institución de tamaña crisis: a treinta puntos de la cima y a sólo seis del descenso.

 

Clarence Seedorf contestó que sí de inmediato. Su retiro e incursión en la dirección técnica han sido como su carrera: intempestivos.

 

El niño que se fue de Paramaribo, ése que nació estando listo, regresa a Milán. A nadie extrañará que a sus treintaisiete años sea con diferencia el estratega más joven de la máxima categoría del balompié italiano. A nadie extrañará tampoco si afirmo que será uno de los pocos casos de entrenadores que superen en condición física y vigente capacidad futbolística a muchos de sus pupilos.

 

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