Basta con entender algo del temperamento americanista, para calibrar lo que este 2013 ha representado para los fieles de esta religión: no sólo ser campeón de la forma más épica y contra un acérrimo rival, sino convertirse en arrollador líder del siguiente torneo jugando con suplentes varias jornadas; no sólo volver a aspirar al título, sino hacerlo luego de haber sido algo más que la base de la selección mexicana que en terapia intensiva sobrevivió para calificar al Mundial.

                Pocas veces he visto que un lema publicitario entienda tan bien la naturaleza de un equipo. El “ódiame más” define a cabalidad mucho de lo que solía representar el América: poder, sobradez, suficiencia, seguridad a grados petulantes, rabona de Edú, cambio de ritmo de Antonio Carlos Santos, gol de media cancha de Alfredo Tena…, y futbol ofensivo. Miguel Herrera llenó un perfil cuya naturaleza incluso muchos habían olvidado: agresividad futbolera, proposición permanente, temperamento y vísceras al servicio del gol.

 

Es un auténtico cuento de hadas lo que vive el americanismo, y la final que arranca este jueves es la posible floritura final. La última vez que hubo un bicampeón en el futbol mexicano fue nueve años atrás con los Pumas de Hugo Sánchez. Más aun, la última vez que el América hilvano dos títulos fue hace 24 años, bajo la guía de Jorge Vieira. Algo más que una cita con la grandeza propia que había quedado por muchos años extraviada y opacada.

 

Cada que se decía “renace el americanismo” sonaba a exageración carente de fundamentos. De hecho, las únicas veces que percibí tal sensación desde que pasó la dorada década de los ochenta, genialidad de Cuauhtémoc Blanco al margen, fue durante la breve gestión de Leo Beenhaker (aquel América que metía de a seis o siete por cotejo) y ahora.

 

Sí hubo en medio dos títulos y una final perdida, aunque, con el debido respeto que toda corona y plantel campeón merece, con texturas distintas a las actuales.

 

Este América, gane o pierda contra León, sí es heredero del ochentero, del genuinamente odioso, del que sacaba muchachos competitivos de cantera, del que traía a verdaderos extranjeros a hacer la diferencia, del que siempre se acomodaba para complicar la vida a todo rival, del que mostraba a cada balón perdido tamañas agallas, del que no es escondía ante ninguna circunstancia, del que convertía la inmensidad de su casa, el Azteca, en inmensidad de su autoestima.

 

En otra época solía decirse que si Chivas andaba bien, había que cambiar a su oncena el uniforme rojiblanco por el verde, convirtiéndola en selección nacional. Con el América tal tópico no se aplicaba, dado que la relevancia de sus foráneos hacía poco viable el experimento. Tal factor ha cambiado también porque estas Águilas disponen de muy buenos foráneos, aunque no indispensables a tal medida. Aquibaldo y Sanbueza mucho más, Rey y Oswaldo algo menos, pero es un conjunto plagado de talento mexicano.

 

Acaso, su complemento perfecto será lo que encuentre enfrente en la final: el León. Miguel Herrera tuvo como principal virtud en la recalificación contra Nueva Zelanda, el sentido común: ¿para qué buscar el hilo negro, si estaba claro que entre sus pupilos y los leoneses se aglutinaba algo cercano a lo mejor del balompié mexicano?

 

Rafael Márquez, Carlos Peña, Luis Montes, embonaron soberbiamente en su Ameri-Tri…, lo bueno fue la solventada repesca, lo malo para los americanistas es hoy: que conocieron su trabajo, fueron parte intrínseca de sus rutinas, vivieron en los intestinos de sus planteamientos, tornaron en piezas de sus estrategias. A corto plazo, resultó la salvación mexicana; a mediano, que es ahora, durmiendo con el enemigo; a largo, ya se verá en Brasil 2014.

 

Antonio Mohamed, otro personaje que, como Herrera, parece nacido para esta historia, espera su turno. El Piojo cerrará su gestión y sabe que puede irse de forma mesiánica: dos títulos al hilo, en el que es (casi) el año del América.

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