El futbol europeo jamás había alcanzado una versión tan plena, tan inmaculada, tan virtuosa, ni la volvería alcanzar, acaso hasta un par de décadas después, con la Holanda de Johan Cruyff, u otras tres más tarde, con el Barcelona dirigido por Pep Guardiola.

                  Era la selección húngara de Ferenc Puskas, Nandor Hidegkuti, Zoltan Czibor, Sandor Kocsis, Jozsef Bozsic, denominada Aranycsapat (“el equipo dorado”), que exactamente sesenta años atrás presentó credenciales a nivel mundial con el 6-3 propinado a Inglaterra en el viejo Wembley.

 

Hoy puede resultar un tanto extraño que,  por entonces no se diera crédito a equipo alguno, hasta que no brillara frente a Inglaterra, pero así era este deporte: la verdadera grandeza tenía que probarse frente a los británicos. El futbol inglés empezaba a atascarse, aferrado a su esquema de kick and run (frontalidad y orfandad de ingenio: patear y correr), al tiempo que por el caudal de dos distantes ríos, se había reinventado esta actividad: por el Río de la Plata, con el regate y los trucos argentino-uruguayos, y por el Danubio centroeuropeo, con este futbol convertido en vals a cargo de austríacos, checoslovacos y, su máxima expresión, los húngaros.

 

Fue el 25 de noviembre de 1953 en Londres, la graduación de aquella generación de artistas magiares del balón. A lo largo de seis años totalizarían 42 victorias, siete empates y una sola derrota (caprichoso destino: la final del Mundial de Suiza 54), mas lo de Wembley puede considerarse el punto máximo de resonancia en este camino. Inglaterra jamás había perdido en casa a manos de un rival externo a las islas británicas, por ello, cuando alguien empezaba a destacar había la necesidad de llevarlo a medirse ahí. Más de cien mil personas se congregaron en el todavía denominado Estadio del Imperio, aunque Inglaterra perdía por esos años de descolonización sus aires de imperio y su futbol dejaría ese día sus aires de grandeza: 6-3 cayó a manos de Hungría; seis goles que bien pudieron ser alguno más, aunque como todo cuadro que disfrutara con la posesión de balón, que tuviera esa impronta de bohemia deportiva, que se regodeara y complaciera con su desempeño, Hungría prefirió esconder la pelota, pasearla, marear a los ingleses deseosos de regresar en el tiempo a la época en que su football era la norma y su reina Victoria era la soberana de buena parte del planeta.

 

Meses después, se disputó el cotejo de vuelta en Budapest. La prensa inglesa londinense insistía que lo del 25 de noviembre había sido un accidente, que sus boys seguían siendo los dueños del balón, que no podía ser cierta tamaña diferencia. Sucedió que esta vez, los magiares se impusieron 7-1 y ratificaron dos cosas: primero, que nadie jugaba como ellos, y, segundo, que Inglaterra había sido avasallada por el tiempo.

 

Lo del futbol húngaro resultó trágico porque unos meses después no logró convertir su superioridad en el título mundialista. La misma Alemania Federal a la que goleó en la primera ronda del Mundial de 1954, fue capaz de arrebatarle el título, en lo que los germanos todavía denominan “Das Wunder von Bern”, “El milagro de Berna”.

 

Es irónico que la última victoria de esta selección se diera contra la Unión Soviética, (septiembre de 1956), y que un par de meses después, los tanques soviéticos apagaran todo –futbol incluido– al ingresar en las calles de Budapest. El presidente Imre Nagy fue depuesto, sus afanes de reforma sepultados y los futbolistas húngaros exiliados. Puskas se iría al Madrid. Czibor y Kocsis al Barcelona. El club Honved, base de aquella selección, jugaba un cotejo de Copa Europea en Bilbao cuando estalló la revolución, y muchos de sus futbolistas no volvieron.

 

Ya nada sería lo mismo. Una historia tan estética como la arquitectura del barrio de Ferencvaros, como las construcciones tanto en Buda como en Pest a un lado y al otro del Danubio, llegaba a un final que no ha encontrado continuación seis décadas después.

 

Sesenta años han pasado de la goleada húngara en Wembley. Ni en otros sesenta veremos a otra Hungría así.

 

Las opiniones expresadas por los columnistas son independientes y no reflejan necesariamente el punto de vista de 24 HORAS.