Timothy arroja parsimonioso su anzuelo a las heladas aguas del estrecho de Cook.

                Detrás de él, corren hombres de notable musculatura y mujeres no menos corpulentas. Un velero avanza cerca, justo hacia el punto de la bahía donde resalta el estadio Westpac, a lo que se unen unos buzos en pleno acto de inmersión.

 

El rostro de Timothy, como el del común de los wellingtonians o, incluso, de los habitantes de Nueva Zelanda en general, es relajado. Nada cambia, evidentemente, cuando le pregunto si le genera preocupación, pasión o algo de interés el cotejo que está por jugar la selección de su país en la Ciudad de México. Tras el cerrado y cantado hablar kiwi, intuyo suficientes palabras como para deducir su respuesta.

 

-Han mejorado mucho los muchachos… Pero esto no es un país de futbol… Aquí jugamos rugby… Y tampoco me sirve preocuparme…. No es que yo vaya a jugar.

 

Toda una declaración de principios o presentación de una afición. El relax del que me he impregnado en la capital neozelandesa, ese que lleva a personas a caminar descalzas por la calle incluso en días más bien fríos, no tiene por qué interrumpir por culpa de un partido de un deporte básicamente ajeno o poco explorado.

 

Un rato después, justo para cuando finaliza el primer tiempo, llego al pub donde se reúnen los seguidores de la selección all white. Para ese momento, el Tri ya gana 3-0, mas no me recibe drama alguno. Aplauden lo poco que se puede aplaudir, su solitario gol lo festejan como si representara la calificación mundialista misma, bromean respecto a las acciones en las que sus elementos se ven mal, hacen comentarios en desaprobación a la táctica conservadora implementada por su estratega, pero sin rayar en lo crítico o airado. Sólo manifestar su descontento, aminoran el peso de las palabras al resaltar que ese director técnico ha hecho grandes cosas por Nueva Zelanda (las cuales, no van a olvidarse tras un mal día).

 

Ni llanto. Ni gritos. Ni abucheos. Mucho menos violencia verbal o física. La cerveza que esta vez se ha ingerido matutinamente por culpa de las diecinueve horas de diferencia en huso horario respecto al DF, no deja de ser festiva aun en plena goleada adversa.

 

Les hubiera gustado ir a otro Mundial, mas no me parece que les habría cambiado la vida. Conocen sus limitaciones futboleras. Saben que deben competir contra selecciones que tienen verdaderas ligas profesionales, tan distinto a su caso, con el Wellington Phoenix como único exponente profesional de este deporte y, por ello, compitiendo en la liga australiana.

 

-Me hubiera gustado que terminara más cerrado el marcador –explica Matt con ronquísima voz que se suaviza en la amable hueca– Mira, la próxima semana tenía que haber una fiesta en el estadio Westpac… Y eso va a cambiar, eso ya no será lo mismo. Cuatro goles abajo… Es mucho… Pero si nos hubiera tocado Panamá… Eso hubiera sido distinto.

 

Salgo a la calle y veo un informal diálogo de aficionados que se quitan los uniformes y bufandas blancos. Metiche yo, afino oído para conocer sus opiniones del partido, pero ya conversan sobre otro tema. La obsesión futbolera no ha durado o acaparado tanto. A uno de ellos le pregunto por el carácter tan atípicamente respetuoso de su afición…

 

–¡Esto es Nueva Zelanda, mate! Aquí no pasa nada… Amo el futbol… Mucho más que el rugby… Pero, ¡somos la nación del rugby, mate!

 

En ese instante salen del bar los tres mexicanos, todos despachadores de tacos o burritos en Wellington, que sin mayor pena o temor han coreado los cinco tantos tricolores.

 

Se despiden de ellos, porque nada ha pasado. Sucede que los compatriotas de unos se han impuesto en eso de patear balón a los compatriotas de los otros. Ni más ni menos.

 

Acaso, sentido común. Algo tan poco común en el futbol, que quizá hace falta venir al fin del mundo, a esta isla en el extremo sureste del planeta, para encontrarlo.

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