Bien dice la sabiduría popular que una mentira muchas veces repetida luce cual verdad, o que, simplemente, es cuestión de contarla bien para que sea creíble.

 

Sven Goran Eriksson ha revelado que en el 2001 le fueron entregadas las llaves del trabajo acaso más deseado en el planeta de los directores técnicos: nada menos que el banquillo del Manchester United y en sustitución de Sir Alex Ferguson, que por entonces había anunciado su retiro (mismo que el escocés pospondría una década, anulando la firma de su colega sueco).

 

El United, como el Chelsea antes de que José Mourinho apareciera, había juzgado que Eriksson era su mejor relevo posible, pese a que su palmarés no era específicamente rico en la última etapa de su dilatada carrera. Tras un gran inicio con el Gotemburgo de su país (esa Copa UEFA con un cuadro modesto lo hizo elegible para trabajar en otros lares), tuvo un desempeño prometedor con el Benfica portugués (dos ligas de Portugal), y ya no tanto con Roma, Fiorentina y Sampdoria. Finalmente en la Lazio, con un plantel poderosísimo, logró ser campeón de Italia y de ahí brincó a la selección inglesa, que por primera vez daba el cargo a un extranjero. Pese a lo que digan los trofeos recabados, su porcentaje de victorias nunca estuvo por encima de lo aceptable.

 

El asunto es que llegó a Inglaterra y se convirtió en el sueño dorado de la prensa británica. Sus constantes líos de faldas, el hermetismo escandinavo detrás de sus gafas, su pose de sibarita, lo hicieron asiduo de los tabloides: si con una empleada de la federación de futbol, si con una presentadora de televisión, si con alguien más, devenido en playboy se ganaba su continuidad.

 

Sus números fueron buenos en eliminatorias, mas en Copas del Mundo y en Eurocopas se atoró siempre en cuartos de final (eso sí, declararía su dirigido Jamie Carragher, era mejor dando consejos a los jugadores sobre cómo ligar que sobre cómo jugar).

 

Lo siguiente fue dirigir al Manchester City cuando el ex primer ministro tailandés, Tanzin Shinawatra, adquirió el equipo y le ofreció un jugoso contrato. La aventura citizen de tres años fracasó al cabo de uno, y entonces apareció en su camino el uniforme tricolor, justo después de la era Hugo Sánchez y el interinato de Jesús Ramírez.

 

En México pensábamos que llegaba el visionario que de una vez por todas cambiaría la cara de nuestra selección, algo diametralmente opuesto a lo que sucedió. El cese mexicano fue tan pronto como necesario; de ahí entrenó al Notts County de la tercera división inglesa y, sin trascender de nuevo, a la selección de Costa de Marfil en Sudáfrica 2010.

 

La magia de su nombre se había desplomado, mas no así los contratos. Lo intentó en segunda división con Leicester City, experimento truncado al cabo de 13 cotejos. Probó en Bangkok, en Dubai, en China, con más de lo mismo: muchísimo sueldo para nada.

 

¿Por qué, entonces, le persiguió en su momento Manchester United para suplir a Ferguson? ¿Por qué le rogó Roman Abramovich que encabezara su primer proyecto millonario en el Chelsea? ¿Por qué insistió la federación inglesa en no perderlo? ¿Por qué fue candidato para los mejores cargos y con mucho dinero de por medio?

 

No sé lo que hayan visto en él los directivos de diversos países, pero debo admitir que las veces que lo entrevisté antes de su nombramiento con el Tri, caí en el mismo garlito: su elegancia, sus modales al saludar, su tono de voz bajo y respuestas cortas, sus antecedentes dirigiendo en tantos lugares, todo podía interpretarse fácilmente como sofisticación al servicio de una sabiduría futbolística.

 

A todo esto, las presentes confesiones de Sven llegan justo unos meses después de que amablemente anunciara su disponibilidad para asumir el timón del Chelsea. Y llegan en una autobiografía que los italianos titulan “Yo, el Casanova del futbol”. Y es que en México, como en Inglaterra o en Italia, en eso quedó.

 

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