Ellos lo han propiciado y, aunque lo nieguen, viven con el ego saciado bajo pretexto de que así descargan de presión a sus dirigidos, de que así atraen a su persona los reflectores que de otra forma sacarían de concentración a los jugadores, en definitiva, de que así, ellos estoicos y magnánimos, liberan de una pesada losa al plantel.

 

Desde que Bayern y Chelsea se coronaron respectivamente en Champions League y Europa League, el contexto futbolero entró en delirio por el reencuentro que vivirían José Mourinho y Pep Guardiola tan lejos de sus ex trincheras merengue y barcelonista. La supercopa europea de este 2013 llegaba aderezada por la mayor rivalidad entre directores técnicos en épocas contemporáneas… Pero, también, y muchos así no lo quisieron ver, por dos espléndidos planteles que bajo otro liderazgo habían obtenido títulos en el ejercicio anterior.

 

“¿Quién escribe la obra? ¿El director técnico? La obra se burla del autor”, escribe Eduardo Galeano al referirse al control que el DT quisiera imponer sobre todo lo que sucede en el terreno de juego. Es el paradigma tan repetido de “antes de iniciar el partido, los jugadores están muy ordenados en la cancha; el problema viene en cuanto se mueve la pelota”: ellos sueñan con absoluto dominio, pero bien saben que esto se define con aciertos y errores, con decisiones y circunstancias, con absurdas casualidades y herméticos factores, con rebotes y carambolas, originados a máxima velocidad y en medio de un mar de piernas, dribles, visiones, talentos, músculos, voluntades, estigmas.

 

Lo que nos regalaron el viernes Bayern y Chelsea fue para colgarse en la pared de honor rodeado por un marco dorado. Cotejo intenso, soberbiamente disputado, emocionante de principio a fin, verdaderamente épico… Tanto que me parece injusto voltear a ver a los dos caballeros de pantalón largo que estaban detrás de la línea blanca y restar relevancia a lo efectuado por los gladiadores que se debatían dentro de ella.

 

Para colmo, Mourinho volvió por sempiterna ocasión a enumerar las afrentas por él padecidas, como si todo cuanto hicieran futbolistas, árbitros y el azaroso balón, estuviera en el fondo dirigido a su perseguida persona (¿qué será más grave: en realidad pensar que cuanto acontece va contra uno o utilizar como base ese argumento para justificar toda derrota?).

 

Dos días después, es decir, ayer, Liverpool y Manchester United se enfrentaron en el mayor clásico del futbol inglés. El encuentro estuvo precedido por un homenaje al legendario director técnico del Liverpool, Bill Shankly, quien hubiera cumplido cien años, y por las aseveraciones relativas al nuevo entrenador del United, David Moyes, quien guió al Everton –acérrimo rival precisamente del Liverpool– durante más de una década. Ya luego pasó lo que normalmente pasa en esos mágicos noventa minutos, y al final los analistas pudieron hallar sitio a las estadísticas: que Moyes, incapaz de ganar en el estadio Anfield Road durante doce visitas con el Everton, también fracasó en su primer intento con el United.

 

Siempre ha sido parte de esto y contra la inercia no se puede ir, más el culto al entrenador no tiene límite. Existió con Shankly, idolatrado a más de tres décadas de su muerte, y existe con Moyes (por ahora, más por su pasado en Everton y no por su presente en el United); lo mismo, seguirá existiendo con Guardiola y Mourinho allá a donde vayan y, más aún, cuando se enfrenten.

 

Y es que es más cómodo volcar la atención a uno que a once.

 

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