Rivalidad creada bajo el entendido de que quien tuviera al hombre más rápido, y al individuo más fuerte, y al equipo más poderoso, y a la delegación más laureada, reflejaría así su superioridad ideológica.

 

Mientras que Barack Obama ha decidido cancelar su reunión con Vladimir Putin a consecuencia del asilo concedido a Edward Snowden, dando pie a un nuevo enfriamiento de relaciones, es momento de recordar lo que sucedió deportivamente en el período de la Guerra Fría.

 

Antes de la Segunda Guerra Mundial, la rivalidad estadunidense era con los británicos. De hecho, la frase erróneamente atribuida al barón Pierre de Coubertin, “lo importante no es ganar sino competir”, fue proferida por un pastor anglicano luego de una disputa en atletismo entre estos dos países en Londres 1908.

 

Tras su revolución, la URSS no participaba en Olímpicos al considerarlos un evento burgués; su equivalente se denominaba Spartakiada y atraía a miles de atletas-proletarios en cada edición.

 

Cuando se acercaba Helsinki 1952, Stalin entendió la importancia de trasladar la batalla ideológico-política a los estadios y destinó inmensos presupuestos para preparar a su delegación. Se cree que Stalin habría cambiado de opinión (y retomado el discurso olimpismo-lucha de clases) si en el debut los resultados hubiesen ido mal a sus jóvenes, pero todo lo contrario: los inexpertos soviéticos quedaron a siete medallas de los mucho más rodados estadunidenses. Esta historia recién comenzaba y el COI se sabía incapaz de remediar algo.

 

El clímax llegaría un par de décadas después, con la final de baloncesto entre las dos potencias. Un deporte creado y desarrollado en la Unión Americana era la oportunidad dorada para los soviéticos: ganar en puntería a la canasta se convirtió en su nuevo Sputnik y para tales fines trabajaron científicos, psicólogos, caza-talentos y demás especialistas.

 

El juego por el oro llegó a los últimos tres segundos con EU arriba por un punto. Tres veces debieron repetirse esos últimos instantes hasta que la URSS encestó milagrosamente y se coronó. Las protestas generaron una crisis internacional. Votaron respecto a la validez del resultado cinco delegados, aunque todos alineados al campo al que pertenecían y no al apego a las reglas del baloncesto: Rumania, Cuba y Bulgaria a favor de Moscú; Puerto Rico e Italia por Washington. Victoria roja e indignación estadunidense.

 

La venganza llegó en dos entregas. Ese mismo año en ajedrez, actividad dominadísima por los maestros soviéticos, Bobby Fischer enfrentaría al campeón Boris Spassky. Si de por sí Fischer ya era un genio paranoico rayando en la demencia, la presión de tal duelo terminó por desquiciarlo, con el mismísimo Henry Kissinger suplicándole no faltar a la cita. Sin embargo, lo de Fischer no era tan fácilmente utilizable por el aparato estadunidense: ¿cómo presumir la mente de un personaje que a cada momento se comportaba de forma más ridícula y que era tan antiyanqui que años después se dijo emocionado por los atentados del 11 de septiembre?

 

Por ello, en 1980 se consumó la otra venganza americana en los Olímpicos de iIvierno de Lake Placid. En semifinales de hockey, disciplina perfeccionada por los rusos, Estados Unidos cuajó lo que su cultura popular ha denominado “el milagro sobre hielo” y venció a una selección que semanas antes le había metido un apabullante 10-3.

 

Lo siguiente en esta historia fueron los boicots: EU encabezó a un grupo de más de 50 países que no asistieron a Moscú 80 en protesta por la invasión soviética a Afganistán (algo que en 1959, estadunidenses y canadienses ya habían hecho al cancelar asistencia al Mundial de hockey en Rusia, en represalia por la entrada de tanques soviéticos a Budapest). La URSS y sus aliados devolvieron el golpe al boicotear a Los Ángeles 84.

 

El entonces presidente del COI, Juan Antonio Samaranch, me explicaría en una entrevista que la presión política sobre el olimpismo era tal, que la ONU deseaba quitarle el cargo a fin de poder controlar un movimiento que se había hecho tan delicado y proclive a caída de bombas.

 

Es la historia del caliente deporte durante la Guerra Fría. Historia que parecía ya tener un punto final. Historia que vale la pena recordar ahora que Snowden devuelve a esta relación algo de hielo.

 

 

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