Hubo un tiempo, aunque parece remoto, en que él y nadie como él, hacía gozar a las gradas. Hubo un tiempo, aunque casi luce prehistórico, en que hizo al Santiago Bernabéu ovacionarle de pie tras una exhibición con el Barcelona; en que su sonrisa permanente era analogía perfecta de lo que hacía con el balón, en que no existía debate respecto al número 1 del mundo, porque con este brasileño sobre el césped la discusión estaba ya zanjada. Hubo un tiempo, aunque hoy se sienta polvoso y pretérito, en que su juventud más su incontenible magia, presagiaban que el trono del futbol le correspondería por al menos una década.

 

Como con toda historia que implique romance, todo pasó demasiado rápido y a máxima intensidad. A los 19 años, Ronaldinho ya era estrella titular con Brasil. A los 21 ya brillaba en el futbol europeo con el Paris Saint Germain. A los 22, ya había sido campeón del mundo con rol primordial en su selección. A los 23 ya tenía a lo más selecto de Europa persiguiéndole y elegía al Barcelona por encima del Manchester United en un traspaso de 30 millones de euros. A los 25 aplastaba en las votaciones para convertirse en el mejor futbolista del orbe. Y a los 26 empezó su declive: un mal Mundial, tras haber sido campeón de Europa con el Barcelona, comenzó a sepultar lo mejor de su futbol. Subió de peso, dejó de entrenar, se dejó seducir por la fiesta, dejó de hacer lo que lo había encumbrado. Deambuló por el Milán, fue relegado a la banca, su falta de compromiso fue criticada por compañeros y aficionados, no fue convocado para Sudáfrica 2010. Volvió a Brasil con el Flamengo y más protagonismo se le vio bailando en el carnaval de Río que jugando; tanta parranda obligó a que se creara una línea telefónica que denunciara si se le veía en algún centro nocturno.

 

A los 31 años, lucía cual veterano pero de guerra: cansado del futbol, harto de entrenar, fastidiado de todo y quizá de no hacer nada, con ojos pesados como si hubiera presenciado toda la vileza.

 

Por ello es tan sorprendente la resurrección de Ronaldinho Gaucho con el Atlético Mineiro. Ha sido el indiscutible pilar sobre el que se ha producido la coronación del conjunto de Belo Horizonte en la Copa Libertadores de América. Su destreza, su técnica, su dominio de los tiempos, su alegría misma, vuelven a ser los de antaño… Tanto que cuesta asimilar que la selección brasileña parezca ideada y decidida a vivir sin su concurso a once meses del Mundial.

 

“Decían que estaba acabado”, declaró tras levantar el único trofeo que faltaba a su palmarés. Más bien, el que se comportaba como si estuviera acabado era él e incluso antes de cumplir 30 años. Afectado por un tumor que padecía su madre, el crack buscó en el alcohol escapar a una realidad que no digería; lloraba en pleno vestuario, se sustraía del presente, huía como rutina. A Migelinha, recuperada ya de ese padecimiento, ha dedicado esta nueva gloria.

 

Otro título más de Ronaldinho. Otro regreso de la cara más alegre del futbol. Otra muestra de que, cual si en un partido a visita recíproca, en esto del futbol hay idas y vueltas.

 

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