Hay quien la define como la Lyon o el San Sebastián de México, y tienen mucha razón en su apreciación. Oaxaca es núcleo y gestora de tradiciones ancestrales que se han revitalizado al paso del tiempo,

A su ya incuestionable magia, hay que añadir la fuerza de una de las expresiones más intensas y honestas de la suma de culturas que representa el estado, de la energía, el carácter y el amor por la vida de sus etnias: la Guelaguetza o Lunes del cerro, fiesta de los pueblos en movimiento, música, convivencia, celebración de los dones de la tierra y el diálogo inquebrantable con los dioses de la vida, y también de la muerte, entendida ésta como esencia de la regeneración.

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La fiesta surgida en 1932, cuando se reunieron distintas etnias del estado para convivir después de las festividades de la Virgen del Carmen, es hoy una atmósfera de luz que envuelve la ciudad, y los lunes del Cerro son una puesta en escena de la resistencia festiva de la esencia oaxaqueña, esencia de los cuatro elementos, alimentada con maíz y restaurada con mezcal, la bebida de las risas y del llanto, de amores y desamores: el mezcal es un estado de ánimo, especialmente compartido en los días de la Guelaguetza.

Este año, la fiesta folclórica más grande de América se realizará los lunes 22 y 29 de julio en el Auditorio Guelaguetza.

Este año, la fiesta será los lunes 22 y 29 de julio en el Auditorio Guelaguetza, en la capital oaxaqueña.

 

 

Durante esos días, Oaxaca se confunde en una celebración única, donde la fiesta principal es, ante todo, el símbolo de una cultura viva de colores propios, de alabanzas y vítores en mixteco, en zapoteca, trazada con las líneas de una geometría de complejos simbolismos, con nombres de guerreros y de princesas infortunadas que amparan sus historias en las flores; pero también en el maíz, los frijoles, la prosapia de chiles locales; en los laberintos de los fogones y los recintos veleidosos de los comales y las ollas.

En un estruendo de cohetes, parloteo de bandas y repique de campanas hay que caminar directo al mercado de La Merced o al Benito Juárez, para que el cuerpo no desdiga que está en Oaxaca y se regocije con el chocolatito de metate en agua, el pan de yema, los tamales y, ¿por qué no?, si al cuerpo hay que darle gusto, un buen plato de tasajo, o tal vez uno de esos caldos revive muertos, o un coloradito.

En el marco de una fiesta popular como la Guelaguetza, el apetito y el antojo encuentran en Oaxaca un espacio ideal para el deleite gastronómico, a la par de sus increíbles mercados, iconos de la cocina popular, en muchos casos de exigente oficio.

Ya en la comida habrá ocasión para repetir y ampliar la sinfonía de moles de la cocina local, y si por suerte se coincide con el Festival de los Siete Moles, agasajo gastronómico que involucra a un gran número de restaurantes de la ciudad, la comilona toma tintes épicos.

Por eso, para que el cuerpo no se resienta, nada mejor que un mezcalito de cuando en cuando, para llegar de buen talante a la fiesta y seguir campantes hasta altas horas de la noche, para llegar a los tacos de lechón o a las tlayudas de Libres.

No hay pretexto para perderse una visita a la Pitiona, expresión de la culinaria de la costa oaxaqueña, con el oficio de José Manuel Baños; o las preparaciones conceptualmente precisas y espontáneamente lúdicas, de Rodolfo Castellanos, en Origen. Es ocasión de una visita a La Olla, goce de buenos moles y excelentes mezcales, bajo la guía de Pilar Cabrera; así como a Las Quince Letras, símbolo de una tradición, con el oficio de Celia Florian; a Zandunga, con las elocuentes expresiones istmeñas de Aurora Toledo; y al Coronita, que fuera favorito del maestro Rufino Tamayo. Por supuesto la agenda no estaría completa sin una visita a Casa Oaxaca, referente de tradición e innovación en el diálogo de la cocina oaxaqueña con el mundo.