Este debate de siglos no iba a suspenderse tratándose de un deporte; mucho menos de uno tan vinculado a estas islas como el tenis y jugándose en su santuario inglés, Wimbledon.

 

La primera vez que me animé a preguntar en un pub londinense por Andy Murray, la respuesta fue acalorada y arrebatada. Me hablaban de todo menos de dotes tenísticas. Entonces algún interlocutor más objetivo subió la voz y reseñó: “pobre muchacho… Si gana, es británico; si pierde, es un bloody scottish”.

 

Tampoco es que su carácter y actitud ayudaran (un tipo que no sólo la pasaba mal jugando, si no que se empeñaba en que se notara que no estaba disfrutando, al que además se acusaba de hipocondríaco y de fingir lesiones), como tampoco algún rumor de que en un partido Inglaterra-Paraguay del Mundial 2006 fue visto con un uniforme paraguayo.

 

Su fama de anti-inglés tiene como origen natural que el común de los escoceses (tengan algún cuarto u octavo de ascendencia inglesa o no) lo son. Y que cuando surgía como talento, en una entrevista compartida con el entonces número 1 británico, Tim Henman, un reportero le insistiera que a quien apoyaría en el Mundial, toda vez que el equipo de Henman –Inglaterra- sí había calificado y el suyo –Escocia- no; la respuesta de Murray fue muy escocesa, aunque después asegurara que se le sacó de contexto: “a quien sea menos a Inglaterra”.

 

Con toda la furia hacia Murray desatada y toda la insistencia en si representa a Escocia o a Gran Bretaña en cada punto, pienso en uno de los diálogos iniciales de la película más influyente que se haya filmado en Escocia en décadas. En Trainspotting, Tommy pregunta al personaje principal Renton: “¿No estás orgulloso de ser escocés?”, a lo que viene una larga y ofensiva perorata: “¡Es una mierda ser escocés! Somos lo más bajo de lo más bajo… La porquería de la maldita tierra. La más desolada, miserable, servil, patética basura que haya sido tirada en la civilización. Algunos odian a los ingleses. ¡Yo no! Ellos sólo son imbéciles… Y nosotros, por nuestra parte, fuimos colonizados por imbéciles. Ni siquiera pudimos encontrar una cultura decente para que nos colonizara”.

 

El primer partido internacional de futbol moderno lo disputaron precisamente Inglaterra y Escocia en 1872. ¿Primer partido internacional? ¿Qué no son, rencores al margen, el mismo país? Tema casi imposible que inevitablemente surge cuando por primera vez un británico (aunque sea escocés) se ha impuesto en Wimbledon en 77 años  y toma relevancia a poco menos de un año del referéndum escocés para separarse políticamente del Reino Unido.

 

En relación con Murray, imprescindible destacar dos momentos que han modificado la percepción que sobre él se tiene. El primero, desde que es entrenado por Ivan Lendl: mucho más concentrado, fuerte mentalmente, más hombre, menos proclive a extraviarse por un punto perdido. El segundo, la final de Wimbledon del año pasado, cuando cayó a manos de Roger Federer: su llanto conmovió a cada rincón de estas islas, ganándole le empatía de incluso quienes aseguraban que nunca sacarían una Union Jack (bandera británica) cuando jugara un escocés.

 

Dicen que profeta en su tierra… Yo no diría tanto. Lo que es un hecho es que tras más de un cuarto de siglo, la Gran Bretaña vuelve a tener campeón en Wimbledon. Como también lo es, que pronto recibirá título nobiliario de Sir, como otros escoceses que parecían jamás dispuestos a hacerlo, como el actor Sean Connery.

 

 

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