No hay peor derrota, ni tan dolorosa, que la que se mal-llama inmerecida (porque, a menos que el árbitro atraque, si se pierde, algo se hizo para merecerlo). Mejor dicho, no hay peor derrota ni tan dolorosa, como la que se pudo y tuvo que haber evitado. Así, exactamente así, se siente hoy la selección mexicana Sub 20 tras haber acumulado fundamentos para superar a España pero sin conseguirlo.

 

Hablamos bajo el entendido de que el resultado irremediablemente condena, se erige juez, determina la historia. Y hablamos bajo el entendido de que numerosos momentos en este Mundial para menores de 20 años, pudieron modificar el devenir tricolor: pienso en los errores de definición en el debut contra una Grecia a la que se debió golear y, sobre todo, en no haber sentenciado en los octavos de final disputados este martes. Algunos centímetros, algo más de determinación, alguna circunstancia, mejor puntería o carácter, y ahora la prensa nacional se tragaría las rudas críticas vertidas cuando este plantel abrió el certamen con dos reveses.

 

Como en toda categoría del futbol actual, España es una de las principales aspirantes al título, y en el primer tiempo México la arrinconó, la dominó, la doblegó, mas no la remató. Esa primera mitad fue la condena: ahí tenía que haberse sellado la eliminatoria.

 

Se concedió oxígeno a un gran rival y los errores propios se ocuparon del resto (ni siquiera las genialidades enemigas). ¿La manera? Punzocortante y ya de sobra conocida: verse empatados a falta de pocos minutos, verse derrotados a falta de pocos segundos. Fatal voltereta como tantas que colecciona nuestra historia futbolística en momentos cumbre.

 

Si algo diferenciaba ya a nuestras selecciones recientes de las de antaño, era en saber realizar precisamente lo que faltaba ancestralmente y lo que ha faltado en Turquía: ganar. Ni sucumbir dignamente, ni con la cara al sol, ni tópicos que más estorban que ayudan: salir con el triunfo de la cancha sí, sí o también.

 

Un equipo que estuvo cerquísima de no pasar de la primera ronda y sólo lo consiguió con combinaciones, probó en su choque de despedida que reunía todos los elementos para disputar la gloria. Todos, menos uno: consumar lo que parece triunfo pero no lo es hasta que no pite el final el árbitro.

 

Bizantinamente se pierde en Estambul. Bizantina y dolorosamente: porque no se tenía que haber perdido y no se tuvo la capacidad para evitarlo.

 

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