Pocas jornadas como ésta en muchísimo tiempo, e inimaginable en la hasta hace poco gris Copa Confederaciones.

 

¿Por qué tan especial? Para empezar, por lo que genera esta España, también por lo que siempre va a representar Brasil y, sobre todo, porque el simple mencionar de la palabra Maracaná da para que el común del aficionado futbolero coloque rostro solemne, conceda seriedad, se aproxime a una gran cita.

 

Maracaná suena a futbol del mejor y suena a Brasil, pero hasta hace unos años era una piltrafa vetusta y penosa, carente de mantenimiento y condiciones sensatas, derruida por hongos e incluso por orines de quienes preferían desahogar su vejiga sin perder detalle del partido. Y Maracaná, mil millones de dólares después, es otro. Su fachada externa se mantuvo sólo por ser patrimonio cultural de Brasil, pues de otra forma la modernidad también la hubiera demolido (como demolió, menos nostálgicos en el norte de Europa, las torres de acceso al viejo Wembley).

 

Los antecedentes favorecían al anfitrión, salvo por uno: ese que predomina sobre todo lo que se diga de este escenario: la derrota brasileña en la final del Mundial 50, jamás superada ni por el consciente ni por el inconsciente colectivos de esta nación. Un anciano que ahí estuvo, me decía a unas horas del partido, mientras dolido contemplaba desde un puente peatonal el estadio: “fue la tristeza total… la tristeza total… como si el mundo se hubiera acabado. Continúa hasta hoy, continúa hasta hoy la tristeza… eso no se olvida y nunca será olvidado…”

 

Brasil salió como tormenta y sometió pronto a España, que no es poca cosa o algo posible para demasiados equipos. La Furia roja tenía sin perder un cotejo oficial más de tres años, pero no la dejaron estar cómoda, mover su pelota, tocar y marear. Para colmo, estuvo prodigioso David Luiz robándoles un gol y desastroso Sergio Ramos ejecutando fuera un penal.

 

Las celebraciones de los goles verdeamarelas, con sus jugadores abrazados a las multitudes en las gradas, quizá tenían o pretendían algo de reconciliación en tan polarizado momento en Brasil. Nunca se sospechó que el idolatrado y unificador futbol fuera a convertirse en coyuntura de semejante cisma, pero así llevamos dos semanas: de protesta en protesta, de partido en partido, de disturbio en disturbio. Mientras Fred y Neymar anotaban, los exteriores de Maracaná olían inevitablemente a gas lacrimógeno. El operativo de seguridad había sido el más grande que se recuerde en esta nación: anillos de seguridad por doquier, tanques, cientos de caballos, soldados, policías, blindados, motocicletas, helicópteros… Y la manifestación, que a seis horas del arranque estaba encima del estadio, terminó por alejarse hasta que con el silbatazo se acercó y volvió a chocar con las fuerzas de seguridad. Lo más curioso, que en plenas coreografías de la ceremonia de clausura, sobre el mismísimo césped de Maracaná y en la transmisión internacional, dos bailarines sacaron pancartas con mensajes de protesta; mensaje claro: hasta entre quienes forman parte integral de la organización, hay disidencia y valor para expresarla.

 

Brasil vuelve a ser desde ya, por si para muchos dejó de serlo, aspirante a todo. España vuelve a ser desde ya, por si para muchos no lo era, derrotable. Aunque sería maravilloso verlos pronto reencontrándose en la cancha.

 

Quizá para el Mundial del próximo año. Ojalá que el estadio ese día no parezca territorio en guerra.

 

Las opiniones expresadas por los columnistas son independientes y no reflejan necesariamente el punto de vista de 24 HORAS.