Hace falta algo de contexto para dimensionar el impacto de esta imagen: son tres aficionados portando el uniforme de los grandes equipos de la liga turca, abrazados mientras gritan consignas antigubernamentales. Al centro, brinca el seguidor del Gaslatasaray; a su derecha, algo canta el del Fenerbahce; a su izquierda, se cubre parcialmente el rostro el del Besiktas.

 

Cuando la plaza Tahrir, de El Cairo, se rebeló contra Hosni Mubarak, ciertos aficionados de equipos enemistados se unieron para tales fines, pero la abrumadora mayoría se partió en bandos opuestos bien definidos: el al-Ahly como opositor, el Zamalek como defensor. Esa es la principal diferencia futbolística (si es que cabe tal adjetivo) entre lo que sucede hoy en la plaza Taksim de Estambul respecto a lo acontecido en la capital egipcia más de un año atrás: que ahora el criticado régimen de Erdogan ha conseguido lo que ni siquiera la selección turca logró en plenas semifinales mundialistas: unir a todos en el polarizado futbol turco.

 

Pocas reflexiones sobre el balompié han sido tan ácidas como la del Nobel de Literatura Orhan Pamuk. Célebre por hablar abiertamente de los genocidios armenio y kurdo por parte del gobierno turco, el escritor lanzó estas palabras hace unos años: “El futbol en Turquía se ha convertido en una máquina para producir nacionalismos, xenofobia y pensamientos autoritarios”.

 

Basta con remitirnos a un editorial turco del 2002 para comprender la complejidad del problema. “¿Secularismo o islamismo?”, era su título, y explicaba la forma en que la práctica religiosa había partido a la selección que cuajaba la mejor actuación turca de la historia.

 

Las discusiones habían comenzado un viernes, día sagrado del Islam; la mitad del plantel, encabezada por el veterano delantero Hakan Sukur, dejó la concentración para dirigirse a una mezquita en Corea.

 

De inmediato brotaron críticas: que si los jugadores traicionaban los valores laicos del país, que si tenían derecho a ejercer su libertad de credo, que si fortalecían con su ejemplo a la corriente islamista, que si era un paso atrás en el ingreso de la nación a la Unión Europea. Luego se dijo que el propio Sukur presionaba al cuerpo técnico para que elementos contrarios a sus ideas no fueran convocados; incluso trascendió que el balón no siempre era pasado entre “devotos” e “infieles”. Un periodista deportivo cuestionaba: “¿Quién está a cargo del equipo: el entrenador o el Islam?“.

 

Contrapuesto al bloque “conservador” de Sukur, Ilhan Mansiz comandaba a los “secularistas”. A Mansiz le gustaba frecuentar bares, portar cabello largo, acompañarse de mujeres sin velo y vestir a la máxima moda europea.

 

La versión futbolera del profundo debate respecto al velo en mujeres y el consumo de alcohol, planteado en la novela Nieve del propio Pamuk.

 

Esto se da a diferentes escalas a nivel de clubes. Galatasaray y Fenerbahce se enfrentan en el derby continental (los primeros, juegan del lado europeo del Bósforo; los segundos, del asiático) y fue muy sonado el momento en que Galatasaray prohibió en sus instalaciones que los jugadores hicieran los rezos islámicos, algo que el Besiktas fomentaba.

 

El futbol, como buena parte de la sociedad, se unió contra el presidente Erdogan, justo cuando terminó la temporada: ¿la revoltosa Taksim como alternativa al tedio de no tener partidos, como sustituto del estadio, como nuevo foro para cantar a falta de derbys? ¿O más bien algo que hubiera sucedido en cualquier momento dado semejante descontento?

 

En todo caso, Estambul es candidata finalista a albergar los Olímpicos del 2020 y estos disturbios parecen haberla eliminado por completo de la carrera que sostiene con Tokio y Madrid.

 

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