Criticar a Baz Luhrmann por ser un director entregado a los excesos es casi como quejarse de que el agua moje o que el fuego queme. Todo aquel que se acerque a su adaptación de El Gran Gatsby (quinto largometraje en la filmografía de este australiano entregado ya por completo a los modos de Hollywood) debe esperar las mismas virtudes o defectos (según se vea) que permean casi toda su filmografía: edición frenética, encuadres complicados, escenarios fastuosos, colores vivos, cámaras que vuelan, música fuera de época y -hasta eso-, ciertos momentos donde toda esta combinación funciona y fascina al espectador.

 

Siendo El Gran Gatsby (obra maestra de F. Scott Fitzgerald) un retrato de la megalomanía norteamericana en los años veinte, resulta entonces el escenario ideal para el desborde absoluto del director.

 

En el centro de esta historia está Jay Gatsby (interpretado aquí por Leonardo Di Caprio) misterioso personaje que hace fiestas multitudinarias en su enorme mansión y cuya enigmática vida sólo pareciera importarle a Nick Carraway (Tobey Maguire), vecino de aquel y único que hace las preguntas pertinentes: ¿quién es este Gatsby?, ¿por qué es la fiesta?

 

Para quien entienda la adaptación de un libro a cine como la simple calca de sus palabras en una estructura fílmica, el Gatsby de Luhrmann es entonces un triunfo. El australiano se va por la fácil, repite el método utilizado en su exitosa adaptación del clásico de Shakespeare, Romeo + Juliet (1996), donde los diálogos eran una copia exacta del texto original aunque el montaje se realizaba en tiempo actual, con pistolas en lugar de espadas, autos en lugar de caballos, mafiosos en lugar de familias. Con Gatsby sucede igual, el director se muestra fiel al texto original pero a la vez se aleja del mismo en términos de montaje: las fiestas con canciones de Kanye West y Jay-Z, aquellas joyas y vestidos de diseñador con toque “retro”, los escenarios claramente falsos producto de una pantalla verde y toda esa estética kitsch.

 

La estrategia no es la equivocada, las mejores adaptaciones de libros a cine son justamente aquellas que se atreven a faltarle el respeto al texto original; Luhrmann lo hace y por momentos funciona: la secuencia de las cortinas, el encuentro entre Gatsby y Daisy o el duelo entre Buchanan y Jay, momento realmente logrado donde, por cierto, Joel Edgerton le roba la cinta a DiCaprio.

 

El exceso de Gatsby, el personaje de Fitzgerald, encuentra un interesante vaso comunicante con el exceso de Luhrmann, el cineasta.

 

¿Y la esencia?, la esencia del texto original no es algo que le preocupe al director; la disección del sueño americano, el glamour de los derrotados, el vacío de las clases altas y su inevitable choque con las clases bajas está presente, pero apenas en una tenue superficie que se pierde entre el relato amoroso y las baratijas de CGI.

 

El resultado dista mucho del desastre que la crítica norteamericana ha pregonado; el Gatsby de Luhrmann es justo eso, un Gatsby estridente, fastuoso, nunca tan emocionante ni relevante como sus películas anteriores –Moulin Rouge (2001), Romeo + Juliet– pero incluso con instantes hermosos aunque, como se dice en el propio film, las cosas brillantes se desvanecen rápido y nunca regresan; esta cinta es de esas.

 

The Great Gatsby (Dir. Baz Luhrmann)

3 de 5 estrellas.

 

Con: Leonardo Di Caprio, Carey Mulligan, entre otros.