Una carrera que estuvo marcada por las lesiones hasta que, peor aún, pasó a distinguirse por los fallos en momentos decisivos.

 

Arjen Robben es, sin duda, uno de los más desequilibrantes futbolistas de su generación. Rápido, técnico, hábil, inteligente, dueño de la banda, con un par de peros: inicialmente, su fragilidad (y prueba de ello, que tiene más de 10 temporadas sin alcanzar las 30 apariciones en liga); posterior y fatídicamente, sus yerros que debieron representar títulos.

 

Este holandés de 29 años fue tan prominente unos años atrás, que la directiva madridista lo llegó a manejar como arma electoral; bajo el lema, “si votan por nosotros, Robben será merengue”, Ramón Calderón accedió a la presidencia del club blanco en el 2006.

 

Sin embargo, sus constantes problemas musculares y convalecencias tenían una peculiaridad: que en el partido cumbre Robben ya estaba recuperado y, fuera por su nivel o por ausencia de algún compañero, sobre sus botines descansaba buena parte de la responsabilidad de levantar el trofeo.

 

Con algo de injusticia, salió del Madrid por la puerta trasera en el verano del 2009 siendo su destino el Bayern Múnich. Ahí brilló mientras no se lesionó y alcanzó la final de la Champions League en mayo del 2010. Fue ante el Inter donde comenzó el maleficio. En dicho partido dispuso de alguna ocasión sin lograr acertar y su equipo cayó.

 

Unas semanas después, sus vulnerables piernas le permitieron llegar con Holanda hasta la final del Mundial: esa Holanda del eterno prometer sin consumar, de las dos derrotas en finales de Copas del Mundo, del ya-merito en términos mexicanos. Y Robben tuvo al menos dos ocasiones inmejorables para cambiar el destino de su selección; fueron dos mano-a-mano con Iker Casillas en los que el ofensivo naranja se mostró incapaz de anotar, dos instantes que dividen a los grandes de los legendarios en los que el frustrado Arjen quedó confinado al primero de estos planos.

 

Esta racha tuvo su tercer capítulo durante el pasado verano. El Bayern volvió a acceder a la final de la Liga de Campeones y otra vez Robben se recuperó en tiempo preciso de alguna de sus eternas dolencias. Esta vez, en plenos tiempos extras y jugando en pleno Múnich, no logró convertir en gol un penalti. Todo estaba dicho: la pena máxima no era el disparo desde los once metros, sino la que lo atormentaba. Que a él no lo hicieran definir. Que a él le concedieran limitar su rol a poner al equipo en la final. Que en él nadie se apoyara para dar el último paso.

 

Esta campaña comenzó en la banca y ahí se hubiera mantenido de no ser por la lesión de Toni Kroos. Tan caprichoso es el destino, que el Bayern debió recurrir a Robben en esos momentos de angustia finalista y Robben parecía el mismo muchacho pálido, agobiado por tanto peso sobre los hombros. Dos goles desaprovechados en el primer tiempo contra el Dortmund y más de lo mismo, hasta que al minuto 89 clavó un tanto con tintes de exorcismo.

 

El Bayern es el nuevo rey de Europa y Arjen Robben ha hallado su ansiada revancha.

 

El más aventajado alumno del método científico de enseñanza futbolera de Wiel Coerver parecía no haber encontrado en la academia lo que los grandes sacan del alma: esa sangre fría, ese dominio de las emociones, ese disminuir de las palpitaciones, en el preciso instante que representa la entronización para unos y la defenestración para otros. Robben por fin duerme tranquilo. Su resurrección en finales ha llegado. Ese tren que tantas veces pasó sin que consiguiera subirse, ha tenido la indulgencia de volver y esta vez sí que se ha trepado.

Las opiniones expresadas por los columnistas son independientes y no reflejan necesariamente el punto de vista de 24 HORAS.