El 11 de diciembre de 2006, el entonces presidente Felipe Calderón comenzó su guerra contra el narcotráfico en Michoacán. Desplegó en la sierra, carreteras, bosques y mar a 6 mil 675 efectivos. En los meses siguientes se habló de éxito en la erradicación de cultivos, de detenciones y muerte de capos.

 

Pero los enfrentamientos continuaron, creció la siembra de marihuana y heroína, también el control de municipios a través de extorsiones, secuestros y asesinatos, principalmente en la zona de Tierra Caliente, las dos, la que colinda con Guerrero y la que hace frontera con Jalisco.

 

Hubo que reforzar en los años siguientes la capacidad de fuego con casi cinco mil policías y militares. Tampoco fue suficiente. El desempleo aumentó, la inversión no se impulsó y el desplazamiento por miedo, de los habitantes de esa zona a otras ciudades creció.

 

Pero en diciembre de 2013, se dio un giro en la estrategia. Con la llegada de Enrique Peña Nieto se ordenó el repliegue a los cuarteles de Policía Federal, Ejército y Marina. Los patrullajes sólo debían ser para resguardar la seguridad de instalaciones estratégicas y en apoyo a los cuerpos policiacos. Incluso cerraron puestos de operaciones en campo, en lugares remotos ubicados en Guerrero, Michoacán, Veracruz, Coahuila y Oaxaca, por ejemplo, que servían para vigilar y contener a comandos.

 

Se ordenó también evitar los enfrentamientos con grupos armados en ciudades y zonas en los que la población civil pudiera ser afectada. Se estaba, dijeron, en el rediseño de una nuevo plan de acción.

 

Pero no fue posible sostener el repliegue, los grupos de autodefensa y las policías comunitarias crecieron hasta alcanzar unas 40 en diferentes entidades, algunas de ellas aparentemente vinculadas con el crimen organizado, otras eran auténticos ciudadanos que respondían, armados, al miedo y abandono.

 

Hace seis semanas, Michoacán, la zona de Tierra Caliente, estrelló esa nueva estrategia y obligó a redefinir la forma de atender el problema. El  Ejército debió tomar el control de la Fuerza de Intervención, pensada como un grupo articulado con capacidad de fuego y respuesta rápida, como primera fase; detrás de este primer frente un segundo grupo para atender a la población civil en emergencia con servicios básicos, médicos y alimentos; también especialistas en construcción y desarrollo de infraestructura, para atender las necesidades primarias de agua, luz y drenaje posiblemente dañadas.

 

Junto a la capacidad operativa desplegada por las Fuerzas Armadas y policías, se sumó lo que podría ser el fondo del cambio de estrategia, impulsar el desarrollo económico y social de las zonas, a través de la participación de la Secretaría de Desarrollo Agrario, Territorial y Urbano. Sólo que, no será fácil, porque históricamente, pero en especial en los últimos 10 años, ha sido territorio libre para el crimen organizado.

 

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