Cuando unas semanas atrás el sorteo de la Champions League separó en semifinales distintas a Real Madrid y Barcelona, se soñó por segundo año consecutivo en el clásico español en plena final europea. Se calculaba por entonces que el mayor rating para un partido a nivel de clubes estaba próximo, se estimaban cifras y patrocinios equiparables a una inauguración de Olímpicos, se hablaba de que semejante cotejo en pleno Wembley sería festejo inmejorable del aniversario 150 de la fundación de la Football Association, precisamente en Londres, donde nació en su forma moderna este deporte.

 

Y entonces se preveía que el choque por la cima entre Lionel Messi y Cristiano Ronaldo viviría su punto más álgido. Y entonces se planteaba que la rivalidad más caliente del planeta, esa que ha paralizado al mundo en nada menos que 17 clásicos en sólo tres años, estallaría con la copa más deseada. Y entonces se rememoraban anticipadamente tantos episodios, y Mourinho clavando un ojo en el dedo de Tito, y los campeones del mundo españoles separados a patadas y empujones, y Pepe al que se acusa de violento, y Alves al que se tacha de teatrero, y grescas en el estacionamiento, y tantas historias reales o ficticias, constatables o hipotéticas, genuinas o sacadas de proporción, que rodean al juego de juegos.

 

Pero todos los que se adelantaron en tales cálculos no quisieron ver una realidad por demás elocuente: que los dos mejores cuadros de Alemania bordan hoy por hoy futboles de poderosísima expresión.

 

El 8-1 global que se han traído de vuelta de Alemania merengues y blaugranas es una lección que cae como cubetazo con la más fría de las aguas. Tanto se han preocupado por despedazarse entre sí los dos gigantes ibéricos, por mostrar quién manda en su liga, por neutralizarse y mejorarse, por estudiarse y oponerse, que han terminado desgastados y desapegados del contexto europeo (algo absurdo si se parte de la premisa de que el título más relevante del año no es otro que la Champions League). Las andanzas de Madrid y Barça en la fase decisiva de esta Liga de Campeones no han sido como en otros años un dulce avanzar; los de la capital eliminaron al Manchester United sin dar sensaciones de haberlo superado (y eso admitió quizá promoviéndose ante los ingleses, José Mourinho), así como ante el Galatasaray hubo minutos de letargo blanco en los que parecía que podían encajar cuantos goles se necesitaran para su eliminación; los de la Ciudad Condal, por su parte, naufragaron en su visita a Milán (lo cual compensaron con una gran vuelta) y padecieron exageradamente, al borde del infarto, al recibir al Paris Saint Germain.

 

¿A qué voy? A que sus respectivas temporadas europeas no pueden hacer pensar, a reserva de si consuman algún milagroso retorno en la vuelta, que los dos tiburones de La Liga mantienen la hegemonía continental que en otros años han presumido.

 

La afición barcelonista podrá cuando menos argüir que le perjudicó el árbitro (aunque en ese intento no tendrá argumentos para negar que su 11 fue no sólo superado sino también aplastado, y que ese mismo juez de decisiones vergonzosas en dos goles muniqueses en algo le benefició con algún penal indultado). En tanto, los seguidores merengues ni siquiera tienen ese consuelo, pues si alguien contó con benevolencia arbitral en el cotejo en Dortmund fueron ellos y no los vencedores rivales.

 

Con presupuestos ilimitados, los dos hicieron mal sus compras durante el pasado verano. El Barça no supo ni apuntalar su defensa, ni fortalecerse con un delantero, ni hallar reemplazos para sus estrellas, en un plantel que irremediablemente se hizo corto. El Madrid gastó mucho en Luca Modric, decisivo solamente en el gol al United, y algo más en Michael Essien, quien ha servido para jugar donde haya hueco y no donde está especializado, que es la media. Los primeros, además, han padecido la inevitable inestabilidad a consecuencia del tratamiento que su director técnico, Tito Vilanova, ha debido seguir en Nueva York; los segundos, la tensión que ha supuesto el huracán Mourinho, de quien se asegura no cumplirá su contrato y dejará el banquillo blanco en unas semanas.

 

Al tiempo, los dos alemanes han sido más visionarios y audaces para gastar, sobre todo el Dortmund que no pagó ni cinco millones de euros por el tetra-goleador Robert Lewandowski.

 

Como decíamos en este espacio el pasado miércoles, cuando el Barcelona ya había sido goleado, es fácil señalar errores hoy. La realidad inobjetable es que los dos titanes de la Bundesliga se han impuesto con comodidad y apegados a accionares frescos, juveniles, dinámicos, verticales, inteligentes, demasiado intensos para lo que los dos ibéricos podían responder.

 

“Pensábamos que iba a ser más fácil” ha dicho el madridista Pepe. “Nos faltó frescura para competir”, clamó el asistente técnico barcelonista, Jordi Roura.

 

Desde hoy, y a reserva de lo que pase en la vuelta (donde no descarto que el Madrid haga los milagrosos tres goles que lo clasificarían; el Barcelona necesita cinco para avanzar), se abre una pugna también a nivel de selecciones: la hegemónica por seis años España ante la nueva Alemania. En Sudáfrica 2010 ya se enfrentaron con victoria apretada de los hispanos; aquel era un cuadro teutón en proceso de formación y que no contaba con tantos recursos como los que se antojan para el 2014.

 

A priori, serán los dos candidatos primordiales, ambos con futboles generosos y vistosos. Pero lo acontecido en esos dos duelos semifinales, difícilmente será olvidado en España. Si Angela Merkel ya decidía la agenda financiera de este país, ahora los cuadros germanos deciden también las glorias del futbol en este continente. Es el primer round. Vienen varios más.

 

@albertolati

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