Algo hay de único en esa relación. Algo hay de místico en esa locura.

 

Johan Cruyff puede pasear por Barcelona, Franz Beckenbauer por Múnich, Zinedine Zidane por Madrid, y el mismísimo Pelé por el puerto de Santos, sin que semejante frenesí se desate. Sí, autógrafos y fotografías, sí paparazzi siguiéndolos, sí euforia, pero nunca como lo que sucede cada que Diego Armando Maradona pisa Nápoles.

 

El 10 argentino jugó con este equipo de 1984 a 1991, ganando dos ligas, una copa, una supercopa italiana y una copa UEFA, en la época dorada de un club a menudo humilde y más preocupado por no descender. Nunca más en la historia se dio que el Nápoles se coronara en liga ni en algún certamen europeo, sólo con Diego como crack y por eso cada vez crece más la idealización.

 

Sin embargo, lo de Maradona con esta ciudad trasciende lo meramente deportivo y va más allá de los títulos conquistados. Desde su empirismo, tuvo la gran capacidad para entender lo que casi ningún futbolista se molesta en curiosear: a quién representaba y lo que sus goles implicaban.

 

Tal como describe en su libro muy acertadamente llamado Yo soy el Diego de la gente, logró convencer a todo el país, tanto a propios como a ajenos, que él formaba parte de la disputa social italiana. Norte rico contra sur pobre, industriales contra esforzados, regiones arrogantes y soberbias contra regiones con mayor sensación de ser discriminados. Toda una lucha de clases balón de por medio.

 

Entonces Nápoles, harto de ser tildado por el norte como sucio, desordenado, corrupto, mafioso,  tomó a Maradona de bandera y se convirtió en Maradonápolis o ciudad Maradona. Si a eso añadimos que el Pelusa dio ahí los mayores recitales de su carrera, entonces la combinación fue gloriosa: además de reivindicar la causa del sur de Italia, lo hacía con sonetos hechos futbol.

 

En este regreso a Nápoles, todo ha sido tumulto al paso de Diego. Incluso ha salido al balcón de su hotel para cantar con miles de napolitanos que deseaban mostrarle la vigencia de esa devoción.

 

Lo único malo para Maradona es que mientras las masas lo aclaman, el fisco lo persigue y esa es la meta del viaje: por fin ser absuelto de añejas deudas en materia de impuestos.

 

Si en Argentina se encuentra su iglesia, en Nápoles está una inmensa cantidad de su feligresía.

 

 

 

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