Una foto llena de significados: es un manifestante de rostro cubierto que sólo deja ver una mirada desconfiada, porta un uniforme de futbol, una banda con consignas políticas alrededor de la cabeza y un pasamontañas decorado en las mejillas con dos escudos del club al-Ahly de El Cairo.

 

Eso es Egipto desde hace mucho tiempo, en eso se convirtió la plaza de Tahrir que tanto ilusionó cuando la supuesta primavera árabe llegó a la ribera del río Nilo: una violenta yuxtaposición entre hartazgo político y pasión futbolera, entre activismo y fanatismo, entre consignas ideológicas y cánticos futboleros, entre el sueño de un país mejor y la sed de venganza. Un desastre impregnado de posturas religiosas, afanes de democracia y devoción a colores deportivos.

 

La semana pasada se anunció la sentencia para 21 de los aficionados acusados de propiciar la catástrofe de Port Said, donde fallecieron 74 personas en un partido entre al-Masry y al-Ahly disputado exactamente un año atrás. ¿Y qué decidió el tribunal? Pena de muerte.

 

Las reacciones han sido absurdas y desapegadas de algo tan serio, como si se hubiera anotado un gol de último minuto, un fuera de lugar polémico o consumado la coronación tras el desgastante torneo de liga. “¡Venganza, venganza para las madres de los mártires!”, coreaban hooligans del Ahly en las instalaciones del club, justo cuando se anunció por televisión el veredicto. Al mismo tiempo, en Port Said se suscitaron fuertes desmanes en los que perecieron 30 personas. Ultras del equipo Masry intentaron asaltar la prisión para liberar a sus compañeros condenados.

 

Un año atrás, precisamente cuando se dio la tragedia, escribíamos en este mismo espacio:

 

“La Hermandad Musulmana acusa a las fuerzas cercanas a Mubarak de haber sido cómplices y perpetradoras del crimen, como venganza por el apoyo del Ahly a la revolución egipcia. Se teme que esta catástrofe tenga profundas consecuencias a nivel político y social, se teme que las heridas abiertas en ese estadio derramen más sangre, se teme que Egipto no será el mismo tras ese partido (y, su futbol, menos aún, ya con su federación de futbol disuelta)”.

 

A lo anterior, hoy podemos añadir que se teme que las medidas tomadas un año después del desastre en el estadio, generen más violencia en una espiral que luce tristemente infinita. Que violencia genera violencia, no es conclusión nueva, pero sí ha sido pocas veces tan elocuentemente constatable.

 

Un post en internet clama: “This is not “Black Bloc” (whatever that is). It’s Ahly #Ultra balaclava u can buy on #Tahrir. Most of cool kids have them”, es decir, “Esto no es “Black Bloc” (lo que sea que eso signifique). Es la balaclava #Ultra del Ahly que puedes comprar en #Tahrir. La mayoría de los niños cool las tiene”.

 

Black Bloc o Bloque Negro es desde hace unas décadas una forma de manifestarse. La triple causa del pasamontañas es, primero, no ser identificados, segundo, lucir como masa uniforme al protestar, y, tercero, aminorar los eventuales efectos de gases lacrimógenos al llevar tapados nariz y boca.

 

El gobierno persigue a lo que denomina Black Bloc, al tiempo que el común de quienes van manifestándose con rostro oculto se desapega de ese término. Es más bien una nueva etapa en esta crisis, aunque manteniéndose claramente cercana al contexto futbolero, tan clara como los dos escudos del Ahly impresos en la balaclava. Así como a un estadio no va sin uniforme quien se precie de ser genuino aficionado, a las protestas en Tahrir no dejan de llevar sus banderas y logotipos quienes aman al Ahly o al otro grande del país, el Zamalek.

 

En un inicio, cuando las manifestaciones se desataban a principios del 2011, el Zamalek intentó fingir normalidad. Fue el único club que siguió entrenando e intentando que sus partidos no se postergaran pese al enrarecido ambiente. Al tiempo, seguidores del Ahly encabezaron incluso con sus tambores de estadio las protestas contra el entonces dictador. No en vano, Zamalek siempre había sido visto como equipo cercano al establishment y Ahly como revoltoso. Pese a lo anterior, hubo un punto en la revolución anti-Mubarak, donde parte de las dos aficiones decidió hacer a un lado la rivalidad futbolera y unirse con la política como causa común. Derribado el tirano, regresó cada uno a lo suyo, entre cuyo repertorio está odiarse y, de ser posible, dañarse.

 

Las heridas son supurantes y frescas. Pero si a ellas añadimos nuevas cicatrices sin sanar, pero si en ellas mantenemos como anti-cauterizante filiaciones religiosas, ideológicas y futbolísticas, pero si a ellas agregamos torpeza de todos los implicados, entonces tenemos esto.

 

Érase una vez una actividad que se consideraba juego, que pretendía reunir valores de armonía y limpieza, que en momentos extremos consistía en apoyar a los propios y abuchear –incluso insultar- a los ajenos. Érase una vez, el futbol, que yace en Egipto enterrado bajo una gran pirámide de odio y caos.

 

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