El gobierno chino dirá que se trata de “incidentes de masas”, manera como denomina a toda manifestación o protesta en un sitio en el que, al menos en teoría, está prohibido manifestarse o protestar.

 

Como quiera que se le denomine, la ola de “incidentes de masas” contra la censura y a favor de mayor libertad de expresión en China, ha ido incrementando esta semana, con importantes voces apoyando a los periodistas del diario Nanfang Zhoumo rebelados contra el bloqueo y monitoreo de información.

 

Cinco años atrás, con los Olímpicos 2008 a pocos meses y precisamente cuando se suponía que China estaba más abierta que nunca, pudimos vivir algo de la censura en este país.

 

Radicar en China como extranjero ya implica cierto punto de control (por ejemplo, es imprescindible que el día en que dejas el hotel y te mudas a un departamento, la policía tenga registro de tu dirección; siempre deben saber en dónde estás durmiendo), mas la vigilancia crece obviamente si el foráneo está ahí para ejercer periodismo.

 

De entrada, los taxis pekineses cuentan con micrófonos e informan al pasajero que sus conversaciones pueden ser revisadas, pero además hay numerosos personajes en las calles con un brazalete rojo cuyo teórico oficio es “asistir a la autoridad”, lo que suele traducirse en apoyo ante todo lo que resulte sospechoso. Es común verlos vestidos de civiles practicando los más variados oficios (por ejemplo, de meseros o ayudando a los coches a estacionarse), a la vez que denuncian lo que les parece amenazante.

 

Mientras efectuaba una de las más inocentes grabaciones de esa estancia (una colección de viejísimos palillos chinos o chopsticks), nos vimos sorprendidos por elementos de la policía. Ingresaron impetuosamente al departamento donde realizábamos el reportaje, pidiendo que de inmediato apagáramos las cámaras y nos identificáramos. Media hora después, toda vez que revisaron mi pasaporte con su pertinente visa de periodista, consultaron mis antecedentes con alguna dependencia y entendieron la naturaleza poco subversiva de dicha grabación, nos dejaron seguir adelante, pero pudimos entender el funcionamiento del esquema. Algún asistente habrá visto ingresar a extranjeros (laowei se denomina a toda persona llegada de fuera) y prefirió informarlo antes que meterse en problemas. Ante la duda, mejor averiguar.

 

Algo parecido sucedería en reportajes en mercados, calles, restaurantes; de los diálogos lográbamos rescatar la palabra laowei y poco después emergía la autoridad.

 

Por ello, uno de los mayores dolores de cabeza del Comité Olímpico Internacional se dio en materia de prensa: por un lado, los buscadores de internet chinos tienen severos filtros (por ejemplo, no aparecen términos como “derechos humanos”, “Dalai Lama” o “manifestaciones de Tiananmen de 1989”) y son apoyados por una policía cibernética que algunos estiman en 30 mil efectivos; como es de esperarse, los enviados especiales a esos Juegos protestaron en muchos casos no poder ver siquiera las páginas de sus propios medios, pero la retirada de filtros resultó mínima. El otro tema complicado para las televisoras fue conseguir permiso para transmitir en vivo desde las calles de Beijing con unidades móviles, algo que de última hora el COI logró destrabar.

 

Hoy las protestas en Cantón crecen, luchando por una de las causas que, se suponía, Beijing 2008 contribuiría a mejorar. Se vendieron como los Olímpicos de la apertura, de los derechos humanos, de las nuevas libertades, aunque más bien fueron los Olímpicos que legitimaron a China en su camino a ser máxima potencia mundial.

 

 

 

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