No faltará quien diga que a eso está expuesta una figura pública. No faltará quien asegure que son simples cantos propios de un estadio deportivo cuya intención no es discriminar sino abuchear. No faltará incluso quien clame que no se trata de racismo, sino de cosas de futbol… y qué equivocadas resultarán tales aseveraciones.

 

Hemos entrado al 2013 y más bien pareciera que retrocedemos, que mentalmente vamos en cuenta regresiva, que nada aprendemos o lo más relevante, olvidamos. Durante un cotejo amistoso disputado el jueves entre el cuadro de cuarta división Pro Patria y el Milán, los gritos racistas alcanzaron tan penosa dimensión que los elementos milanistas decidieron abandonar la cancha y dar por suspendido el partido.

 

Kevin-Prince Boateng, de padre ghanés y madre alemana, conducía balón por la banda hacia el minuto 26, cuando no soportó más lo que escuchaba y tiro un pelotazo hacia la tribuna de la que provenían los insultos. Acto seguido se quitó el uniforme y caminó hacia los vestuarios, acompañado por sus indignados compañeros.

 

¿Cuánto tiempo habrá anhelado el humilde Pro Patria recibir a un gigante como el Milán, para ver tan pronto diluido el sueño? Qué pena, pero si no existe capacidad para comportarse con respeto, todo carece de sentido. Buena parte del estadio aplaudió la decisión milanista al tiempo que protestaba contra la grada que generó el incidente, porque no nos confundamos: el amistoso no se suspendió por el temperamento de Boateng, sino por el acto imbécil de algunos supuestos aficionados.

 

El tuit de Boateng fue tan contundente como suelen ser sus disparos a portería: “Shame that these things still happen… #StopRacismforever” (Una vergüenza que estas cosas todavía sucedan… #ParenElRacismoParaSiempre).

 

Son momentos complicados económicamente en buena parte del mundo. Ya se sabe que conforme se agudizan ciertas problemáticas, se busca dónde sacar el coraje y a quién dirigir la culpa (para tales fines, normalmente se elige al que parece distinto). Al mismo tiempo, entre más caen las fronteras europeas mayor sed hay en muchos grupos por reivindicar su supuesta “pureza” o “superioridad”. Si a lo anterior añadimos que el futbol suele representar un escenario idóneo para gritar impúnemente por determinadas causas, entonces los estadios de la actualidad reúnen todos los elementos para formar una explosiva mezcla. Lo importante, en todo caso, es no permitirlo. Quien se crea lo suficientemente valiente para insultar a un negro (o cualquier persona perteneciente a alguna minoría), tendría que ser lo suficientemente valiente para pasar sus buenas noches en la cárcel y ver sus servicios públicos recortados.

 

La respuesta del plantel del Milán tiene que convertirse en norma al margen de si se disputa una final de Champions o un encuentro sin relevancia: así no puede haber futbol. ¿Y luego cómo reprogramar partidos en tan saturado calendario? Es lo de menos. Lo de más, es frenar semejante manera de acudir a un escenario.

 

Hace unos meses, en charla radiofónica, preguntaba a Jorge Valdano si las acusaciones de insultos racistas contra John Terry debían considerarse “cosas de la cancha” y su respuesta fue categórica: “No. En el momento que lo dejemos pasar, ya estamos mal, ya mandamos un mensaje erróneo. Eso no son cosas del futbol”.

 

Años atrás, Samuel Eto´o amenazó con abandonar un cotejo entre Zaragoza y Barcelona, harto de escuchar sonidos de simio cada que tocaba la pelota. Lo mismo ha pasado en escenarios de Inglaterra, Alemania, Polonia, Rusia e incluso México. El único freno posible será una actitud implacable: investigación a fondo para levantar cargos a quien resulte responsable (en Inglaterra, por ejemplo, se localizó por video a alguien que se golpeaba el pecho como orangután y se le procesó legalmente) y parar los partidos en los que se generen esas circunstancias.

 

¿Hay mucho qué perder suspendiendo a cada rato? Sin duda, pero más se pierde si admitimos como asunto propio del deporte algo que tendría que ser su opuesto.

 

Hoy se sabe que las viejas maneras de combatir estos males, resultaron infructuosas. No basta con que los equipos desfilen con un letrero que diga “no al racismo” y los directivos declaren que están en contra de toda discriminación. No basta con que se culpe a la sociedad, a los nacionalismos mal entendidos, a lo fácil que es esconderse en un colectivo en las gradas, a la crisis económica, al desempleo, al falso derecho a gritar lo que quieras porque has pagado un boleto. Por supuesto que no basta.

 

El club ruso Zenit de San Pegtersburgo recibió hacia fines del 2012 una petición de sus seguidores, solicitando no se contraten futbolistas negros (decía la carta: “Sólo queremos jugadores de otras naciones hermanas de raza eslava, como Ucrania y Bielorrusia, así como de los países bálticos y escandinavos”). Esto recuerda a mediados de los noventa, cuando un muñeco negro fue colgado de una soga en un estadio italiano en reacción a la contratación de un futbolista africano. El límite no ha sido rebasado en el duelo Pro Patria-Milán, sino que lleva rebasándose un buen tiempo y en las más variadas latitudes. Decía el Nobel de Literatura Orhan Pamuk: “El futbol en Turquía se ha convertido en una máquina para producir nacionalismos, xenofobia y pensamientos autoritarios”. Lo doloroso, es que sus palabras aplican a buena parte del mundo ante la pasividad de casi todos, que terminaron por ver como normal lo que más bien es vergonzoso.

 

El futbol no puede hacer como que no ve los plátanos aventados a la cancha, las gesticulaciones de simio, los cantos que en su afán de desestabilizar recurren al racismo. Boateng, futbolista de carácter irascible, ha puesto la muestra. Tolerancia cero es el único camino posible. Así, no se puede ni se debe jugar.

 

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