¿Qué hace un veterano de casi 40 años, con los ligamentos de la rodilla destrozados, jugando los últimos minutos de una final de ascenso?

 

¿Qué hace un tipo de nombre inscrito en lo mejor de la historia del futbol mexicano, cuyas necesidades económicas están más que saciadas, gritando al árbitro que ya lo deje volver al campo, aunque ni siquiera pueda ligar dos pasos?

 

¿Qué hace un tres veces mundialista, un futbolista debutado hace precisamente 20 años, pasando por semejante calvario e instruyendo a todo aspirante sobre lo que es tener hambre intacta?

 

La respuesta sólo puede llegar si entendemos quién es él y porqué representa tanto a escala deportiva, social, cultural, popular.

 

La primera imagen de Cuauhtémoc Blanco que utilicemos cuando queramos hablar sobre su legado, sobre su fenómeno, sobre su persona, ha de ser la del sábado pasado. Sí, están golazos como el que clavó a Bélgica en el Mundial 98 o el hecho al Real Madrid con el Valladolid, y desplantes como el festejo simulando que un perro orina la línea de meta, y desafortunados escándalos, pero es, ante todo, un individuo todo corazón, un enamorado de este deporte, un hombre que hoy, en el ocaso de su carrera, llena de dignidad los estadios.

 

Cuauhtémoc ha preferido jugar con los humildes de nuestro país, en la primera A, antes que aceptar contratos millonarios en ligas exóticas. Estuvo en la MLS estadunidense con el Chicago Fire y resultó un éxito tanto a nivel cancha como financiero, con una conexión especialísima con los millones de mexicanos en ese lado de la frontera, pero no parecía disfrutar demasiado.

 

Tal vez por ello, el regreso al origen. El deambular por varios equipos de la división de ascenso, meterse a vestidores poco lujosos, canchas mal acondicionadas e infraestructuras peor desarrolladas. Porque él quiere seguir jugando. Porque su cuerpo ya no permite lo que antes, pero el deseo sigue ahí. Porque, defectos al margen, la coherencia es su bandera.

 

El sábado pasado Cuauhtémoc lloró más la derrota que los dolores por la lesión. A estas alturas no se acostumbra a que perder es parte intrínseca de su actividad; tantos años –y tantos golpes- no lo han convencido de que pitado el final de un partido, es válido pensar en otra cosa. Su instinto competitivo luce infinito, tal como su pasión.

 

Lo he visto llorar cuando un cotejo no ha ido bien. Lo he visto sufrir cuando no ha sentido que respondió como quisiera a los miles que lo aclaman. Lo he visto arder en impotencia cuando se ha sentido en deuda. Y es que Cuauhtémoc pertenece a ese futbolista en peligro de extinción que entiende a quién representa, al que duele saber que alguien desempleado y endeudado lo ha cambiado todo por acceder a una grada para verlo jugar futbol.

 

Debemos felicitarlo por estos veinte años desde el debut pero, sobre todo, por esa conmovedora imagen del sábado: hemos aprendido todavía más con ella que con cualquier gol, drible o estético lance. Nos ha recordado que sin corazón, nada va. Nos ha recordado que la pasión ha de ser incombustible, sin importar cuánto se ha logrado ya. Nos ha recordado porqué vale la pena este deporte, incluso a semanas de cumplir los cuarenta.

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