El azul de las banderas que ondeaban saturando cada resquicio, contrastaba con el verde de los apios que volaban en todas direcciones. El piso mismo, a los pies de los miles de seguidores, estaba tapizado de este vegetal y en los centros comerciales del oeste de Londres ya resultaba imposible conseguir alguna bolsa de dicho producto.

 

¿La razón? Que el club Chelsea había sido campeón de Europa, primera vez que un cuadro londinense lograba tal proeza, y que la forma de festejar de la afición de este equipo es, por extraño que suene, lanzando apios al aire.

 

Hacia el 2002, fanáticos del cuadro blue resultaron arrestados por lanzar grandes cantidades de apio a la cancha, aunque después lograron ser absueltos al demostrar que este ritual futbolero tiene más de treinta años de historia.

 

A medida que aumentaban las horas de espera para poder aclamar a los jugadores tras esa final de Champions, incrementaba también el consumo de alcohol y, por ende, el ímpetu con que los apios eran arrojados, generando incluso cortadas en algunos rostros. Sin embargo, la canción del Chelsea –con su violencia de género como mucho en el futbol y en la vida en general- repetía el irracional estribillo de hacer cosquillas en el trasero a las mujeres con varas de apio.

 

En eso estábamos, con aficionados trepados a semáforos y cientos de miles encimados para la recepción, cuando llegó el camión azul. Era la hora más dulce en la historia de esta institución y en primera fila del autobús tenía que ir sentado el hombre que puso su fortuna al servicio de esta causa futbolera.

 

Roman Arkadievich Abramovich gastó durante nueve años mil 700 millones de dólares. Fichó cracks comprables e incomprables. Delegó el timón a directores técnicos top como José Mourinho, Luiz Felipe Scolari, Gus Hiddink o Carlo Ancelotti, siempre obsesionado con poderse erigir rey de la Champions League. Un día antes, en el vestuario del equipo, cuentan que lloraba abrazando a sus jugadores, que le costaba hablar, que se dejaba llevar bailando abrazado de quien apareciera a un costado. Ahora, movía la mano tímidamente, casi como rogando pasar desapercibido, demostrado que es capaz de entrevistar en el Kremlin a los candidatos a ministros del gobierno de Vladimir Putin, pero no a tener encima tantas miradas y reflectores.

 

La gloria europea se la había entregado nada menos que un director técnico emergente y novato: Roberto Di Matteo. Meses antes había destituido a su apuesta a largo plazo que era Andre Villas Boas, quien le representó por ocho meses de trabajo 33 millones de dólares (19 para liberarlo de su vínculo con el Oporto y 14 para finiquitar anticipadamente su contrato).

 

Di Matteo, poco visible en estas celebraciones del título, había sido criticado por falta de personalidad, por carecer de experiencia, por dejarse llevar por lo que los veteranos del plantel -Terry, Lampard, Drogba- indicaban.

 

Pero el italiano se ganó un sitio primordial en la historia del Chelsea y por ello Abramovich decidió que permaneciera.

 

Seis exactos meses después de las escenas de júbilo bombardeado por apio, Di Matteo ha sido destituido al no lograr clasificar al equipo a los octavos de final de la presente Champions League. Poco rindió su crédito. La guillotina futbolera es ansiosa y no da para segundas oportunidades.

 

De momento, el Chelsea se encuentra a cuatro puntos de la cima en la liga inglesa con posibilidades intactas de ser campeón. Su campaña europea falló, así como la del Manchester United el año pasado. La diferencia, en todo caso, es la forma de visualizar los proyectos: si el United fracasa en algo, nadie especula con algún cambio en la dirección técnica, pues desde hace más de un cuarto de siglo el jefe ha sido sir Alex Ferguson. Algo parecido pasa con el Arsenal, que no ha ganado títulos en siete años, pero se aferra al proyecto que encabeza Arsene Wenger desde 1996.

 

Al Chelsea evidentemente no le interesa un plan de ese tipo. Lo intentó con Mourinho, quien devolvió a sus vitrinas la liga tras medio siglo de sequía y ganó más del 70 por ciento de los juegos disputados, mas el asunto tronó cuando el temperamental portugués se negó a alinear a quien Abramovich indicara. Volvió a probarlo con el contrato largo ofrecido al supuesto nuevo Mou, como se veía a Villas Boas, aunque con los resultados hoy conocidos.

 

Dicen que su nueva obsesión es Pep Guardiola que se encuentra en año sabático. El asunto es lo que el ex del Barcelona impondría como condiciones (las económicas serán fácilmente saciables; el problema son las laborales) y que le ha surgido férrea competencia desde un club con circunstancias parecidas: el Manchester City.

 

Al igual que el Chelsea, el City ha sido comprado por un mecenas de chequera ilimitada. Al igual que el Chelsea, el City volvió a ganar la liga (es el vigente campeón) tras más de cuatro décadas sin obtenerlo. Y al igual que el Chelsea, el City no está conforme con su entrenador, el también italiano Roberto, Mancini.

 

Oligarca y jeque se pelearán a Guardiola, con la ilusión de alguna vez observar a su equipo jugar como lo hizo el Barça de Pep. El contexto es diferente (poco tiene que ver un equipo conformado por estrellas traídas de todo sitio con uno basado en personajes que se hicieron juntos adultos y futbolistas) pero la fe en esta contratación es inmensa.

 

La alegría de Abramovich ha sido efímera. Las lágrimas de felicidad derramadas en Múnich tras aquella final, poco han saciado. Sabe que tiene un plantel carísimo, repasa que sólo para esta temporada derrochó 130 millones de dólares en refuerzos y no le gusta lo que ve.

 

Rafael Benítez se ha convertido en el nuevo director técnico del Chelsea. El contrato es por lo que resta de esta temporada con opción a una más. ¿De qué depende esa opción? Seguramente, tanto de la impaciencia de un ruso como de la disponibilidad de un catalán.

 

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