“Yo no soy más que un mendigo de buen fútbol. Voy por el mundo sombrero en mano, y en los estadios suplico:

´Una linda jugadita, por el amor de Dios´.

Y cuando el buen fútbol ocurre, agradezco el milagro”.

Eduardo Galeano

 

Ibra-cadabra, clamaban en Italia cuando Zlatan Ibrahimovic se convertía en mago y utilizaba sus larguísimas piernas para los más soberbios lances futboleros que se puedan imaginar. Entonces los mendigos de buen futbol, tal como se asume el escritor uruguayo Eduardo Galeano, podían llenar de gloria esos sombreros que tantos períodos de aridez han de soportar; lo soporífero dando por fin paso a lo memorable.

 

Sucedió el miércoles, que Suecia e Inglaterra disputaban un cotejo amistoso tan rutinario como cualquier otro de este género. Momentos intensos alternados con relajados, las sensaciones típicas de un encuentro que carece de validez oficial, algunos novatos intentando ganarse un sitio entre los consagrados, y él, personaje tan competitivo que raya en el narcicismo, individuo tan reivindicativo que suele caer mal, futbolista que, arrogancia al margen, refuta las nociones de que a mayor estatura menor técnica.

 

Para cuando llegó el minuto 90, Ibrahimovic ya había anotado tres goles, evidenciando algo que nadie es capaz de discutir: que es un jugador completísimo, un astro en toda la extensión de la palabra. El primero lo consiguió definiendo soberbiamente al encontrar un rebote. El segundo fue genial, recibiendo con el pecho y, sin dejar caer, fusilando al arquero. Y el tercero llegó con un lejano tiro libre clavado en el ángulo inferior. Suficientes razones para que el estadio, esa noche inaugurado, atara por siempre su historia al nombre del crack.

 

Mientras Inglaterra intentaba encontrar el postrero empate, hubo un pelotazo. Ibrahimovic persiguió a sabiendas de que a esa pelota llegaría antes el guardameta rival. Brotó arriba un rechace y Zlatan materializó uno de los instantes más estéticos que el deporte jamás verá: en ese instante de Ibra-cadabra, Pelé volvió a hacer sombrerito a un defensa en el Mundial 58 (curiosamente, también en Estocolmo), y Maradona volvió a driblar a todos los rivales en México 86 (curiosamente, también contra Inglaterra), y Zinedine Zidane con su volea, y Garrincha con sus dribles, y Van Basten con sus remates, y cuanta deidad del balón queramos mencionar volvió a pisar cancha para replicar sus sonetos de gol.

 

Ibrahimovic se elevó a los cielos y ejecutó una chilena de más de 30 metros. Fue tan quirúrgicamente precisa que superó por alto a los defensores ingleses pero bajó para introducirse pegada al poste.

 

Momento para, como dijo alguna vez Emilio Butragueño, suspender el partido, descorchar champaña suficiente para vencedores y vencidos, brindar por el futbol y dejar de jugarlo por un par de semanas.

 

Zlatan es uno de esos jugadores de temperamento complicado, por no decir imposible. Ha jugado en multitud de gigantes europeos (Ajax, Juventus, Inter, Barcelona, Milán, hoy Paris St. Germain) y de casi todos los sitios se ha marchado con rencores, con reproches, con malas formas. Su autobiografía, publicada un año atrás, revelaba algo de ese irascible carácter que el común del aficionado futbolero conoce.

 

Lo que ningún director técnico podrá reprocharle, es su condición de elegido entre los elegidos. Su 1.95 de estatura podría ser para los prejuiciosos todo un indicativo de torpeza. De hecho, cuando llegó al futbol italiano, discutía con sus compañeros para que le dieran el balón abajo, en sus virtuosas piernas, y no arriba, en donde era fácil pensar que más partido podría sacar de su talla. Pero Ibra es tan técnico y preciosista como el que más.

 

Descendiente de inmigrantes balcánicos en Suecia, ha madurado su futbol más allá de lo que cualquiera hubiera podido prever. Cuando no se distrae discutiendo, es un genuino artista, una de las escasas alternativas al debate respecto a si Messi o Cristiano Ronaldo.

 

Hoy podríamos tomar como broma del destino el que Zlatan haya nacido y debutado jugando en Malmo, ciudad sueca donde se encuentra el rascacielos más estéticamente deportivo (o deportivamente estético) del mundo. Es el edificio denominado “torso girando” de Santiago Calatrava.

 

¿Por qué me refiero a una broma del destino? Porque cuando entrevisté a este arquitecto español y le pregunté por dicha obra, respondió: “Parece deportista porque no es desconocida la frase de Miguel Ángel que dice ´la architettura dipende de le membra del huomo´, o sea, ´la arquitectura depende de los miembros del hombre´. Las geometrías están en el movimiento del atleta. Yo he estado trabajando muchísimo sobre el cuerpo humano, dibujando figuras humanas que parece que corren o vuelan; piense usted en deportes con movimientos bellos que casi tienen algo de ballet. Sí, la arquitectura es la más abstracta de todas las artes. Pero hay ideales en la arquitectura que ponen al hombre en movimiento o al deportista como ideal”.

 

Y el gol de Ibra entra en esa específica definición aportada por el maestro Calatrava, así como su declaración posterior al partido entra en la específica definición que se tiene del delantero sueco: “no ha sido mi gol más bonito”.

 

Traslademos al español el verbo que inventaron los guiñoles en Francia desde que Ibrahimovic brilla con el Paris St. Germain: zlataner, mezcla de genialidad futbolera y temperamento desbocado.

 

Finalmente, el mismo crack sueco aseguró unos meses atrás: “para jugar bien al fútbol hay que estar loco”. Locuras de las que podría servirse Eduardo Galeano cuando anda rondando de cancha en cancha y suplicando sombrero en mano: “Una linda jugadita, por el amor de Dios”.

 

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