Las ventanillas del avión no alcanzan a cubrir la inmensidad de lo que abajo empieza a emerger. A bordo, pasajeros de grandes ciudades como Londres, y Ámsterdam y Berlín y París, pero la capital mexicana resulta inabarcable para el común de los extranjeros que entre sorprendidos e intimidados arriban.

 

Sólo aterrizar, la broma fácil marca diferencia respecto al contexto europeo –mucho más distante- del que nuestro vuelo proviene; broma que es albur, carcajada, ironía y palmadas entre desconocidos. El volumen y la gesticulación al hablar. La naturalidad con que una conversación entre extraños se desata, mientras las hileras para pasar aduana llegan casi a migración. ¿Miedo al silencio, como decía Octavio Paz? Tal parece, pero también calidez.

 

Calidez e inevitable pesimismo en cada charla. Pesimismo que hace mejor todo tiempo pasado y se convierte en resignación. Por el tráfico, por la inseguridad, por el teatro del absurdo en que se convierte la política, por las noticias que parecen repetirse día a día (otra marcha), sexenio con sexenio (nuevas promesas), década a década (esperanza y desesperanza). Incapaces de retirar añejas piedras propiciadoras de sendos tropezones, renuentes a tapar peligrosos pozos aunque en ellos ya se hayan ahogado varios niños, atorados en mohosos discursos que ya nadie parece escuchar (como no sea para de ellos reír).

 

Decía el escritor francés Jules Renard que “hay momentos en los que todo va bien; no te espantes, no durarán”, y bajo esa lógica parecemos avanzar con semblante de circunstancia en la alguna vez denominada Muy Noble y Leal Ciudad de México.

 

No obstante, al menos en este planeta no existe el paraíso y varios de los factores que desatan nuestro pesimismo también sacan de quicio con frecuencia a otros sitios del mundo. Cada país en el que tuve fortuna de radicar, experimenta problemáticas específicas y de imposible solución, críticas atroces de diversos sectores y molestia porque las cosas no terminan por ser perfectas. No todo lo malo es intrínseco a México, como podría desprenderse de los fatalistas diálogos entre locales (¿les suena la expresión “eso sólo pasa en México”?). Si acaso, la diferencia, es que nos encanta compartir lo que nos molesta con el extranjero, convertir al foráneo en psiquiatra, exponerle cada dolor que abruma a la patria (ecuación, por ejemplo, inversa a la manejada por los brasileños: una charla y ya desaparecieron las favelas, y se presume el crecimiento económico, y brilla el legado de Lula).

 

Así como en Japón por enésima vez se discute con China la propiedad de unas islas; y en el Reino Unido, Escocia de nuevo alista referéndum para independizarse; y en España, el Camp Nou de Barcelona vuelve a ser escenario de cantos que piden soberanía catalana; y en Cuba se especula, como se ha hecho durante medio siglo, sobre la salud de Fidel Castro; y en Estados Unidos el tema del aborto sigue siendo una ampolla política (así como se evita hablar en debates presidenciales de la situación en la frontera); y en los Balcanes, juzgar a los criminales de guerra; y en Turquía, sobre el ingreso a la Unión Europea; y en Venezuela, Chávez; y en Rusia, Putin…

 

Así, de la misma forma, muchos encabezados periodísticos en México parecen refritos de años atrás: sempiterna discusión sobre el petróleo, polarización política, manifestaciones que colapsan la vida citadina, acusaciones de fraude, Elba Esther reelecta, personajes deslegitimados que resucitan sin ocuparse en tapar sus manchas, y a todo ello hay que agregar la incontrolable violencia que convierte en zona de nadie muchas ciudades de la república.

 

Si Hugo Sánchez se quejaba hace tres décadas de que le gritaban “indio” en los estadios españoles, otro Hugo Sánchez (éste, taxista) evidencia hoy la vigente discriminación al indígena.

 

Si la revolución del siglo pasado tuvo como uno de sus ejes –o, eso decía- una reforma de ley laboral, hoy el camino para actualizar dichas normativas es todavía espinoso y sinuoso.

 

Mientras tanto, el DF intenta despegarse de su ya de por sí elevado suelo y se convierte en urbe de dos pisos, pero con excavaciones en casi todo punto de la ciudad, como si la verdadera meta fuera encontrar el tesoro de algún tlatoani o enterrar de una vez por todas ese pretérito tan mal digerido. Otra capa más a la urbe yuxtapuesta. Otra superficie sobre el pantano y otrora lago, a ver si así los chilangos del futuro consiguen otro tema de conversación que no sea el pesado tránsito. Si en Londres me acostumbré a comenzar cada diálogo con algo sobre el clima, en el DF fue sólo sustituir lluvia por tráfico y todo fluye a partir de ahí: “el tráfico/lluvia está peor que nunca”, “ya ni en domingo/verano nos salvamos”, “podría estar peor; sólo hice/llovió una hora”, “aquí no cabemos/aquí nos mojamos”.

 

Pero esta ciudad, que cuando fue denominada de la esperanza daba para esperar poco, hoy concede mucha más fe que otros rincones de la nación, antaño mejores para vivir. El centro luce bello y recuperado. Los parques se llenan de gente con carriolas y mascotas. La clase media por fin –y, fiel a su naturaleza, con padecimientos- incrementa. El smog permite ver los imponentes volcanes más seguido. Económicamente estamos muy bien si nos comparamos con lo que en el mundo sucede (sin que eso signifique que repercuta en mejores condiciones para todos). El uso de bicicletas, aún con lo que falta por crecer en materia de cultura de respeto al pedalista, es reflejo claro de la recuperación de espacios públicos. Vamos, que incluso en futbol nos hemos acostumbrado pronto al éxito de nuestras selecciones menores, metáfora de una juventud que piensa y trabaja diferente.

 

Dijo alguna vez Juan Villoro que “a este país le hacen falta tres cosas: seguridad, justicia social y delanteros”. A reserva de que Chicharito Hernández mantenga su recuperación (dos goles esta semana en la Champions; tres la anterior con el Tri), pareciera que el primero de los incisos de Villoro que hemos logrado resolver, ha sido el menos urgente, aunque qué bien se siente ver a los verdes tan lejos del pasado en que se les llamaba ratones.

 

Pocos puntos de la capital lucen como un par de años atrás, comenzando por la polémica Estela de Luz a la entrada del castillo de Chapultepec. Entre jornadas de bicicleta, carriles de metrobus, incipientes pasos a desnivel, tractores que emergen amenazantes por avenidas principales, multitudes que caminan sin despegar ojos del celular, olores de puestos de comida que saturan el ambiente, vendedores ambulantes que amplían su repertorio e infaltables embotellamientos por marchas y manifestaciones, es difícil que el curioso se aburra con cuanto sucede frenéticamente en nuestra ciudad. Aburrirse, no; impacientarse, muy posiblemente si la avenida se convierte en estacionamiento.

 

Hace quinientos años, los cronistas europeos se impresionaban con Tenochtitlán, se regodeaban en la descripción de cada palmo de este valle, no daban crédito a lo que sus ojos reportaban. Hoy, el espectáculo es muy distinto y, sobre todo, mucho menos valorado por los locales… Pero sigue siendo generoso a la vista. Generoso, aunque como todo en el mundo pueda ser mejor. Generoso, aunque cueste entender afanes políticos de no remediar nada e indiferencia ciudadana ante ellos. Generoso, aunque el pesimismo se haya convertido en componente indispensable de nuestro lenguaje de cada día. Generoso, y lo agradece la capacidad de asombro renovada tras catorce meses sin pisar esta tierra.

 

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