En su vuelta a la cúspide del poder en Rusia, Vladimir Putin aprovechó su imagen de macho soviético, que no dudaba en quitarse la playera durante un día de pesca con el príncipe Albert de Mónaco en las montañas siberianas o mostrar ante los camarógrafos del mundo sus habilidades para combatir en yudo, para ganar adeptos. Y adeptas. El candidato se sumergió en submarinos, piloteó jets de combate y dejó ver en cadena nacional un día de su entrenamiento, que le mantiene vital a los 58 años.

 

Cuando Putin hizo pública su intención de contender por la presidencia de su país, en el verano de 2011, se lanzó una polémica campaña que apuntaló esa imagen: se creo la Putin Army, un grupo de hermosas mujeres rusas que, literalmente, decían desgarrarse la blusa por su candidato (en un video de promoción se ofrecía regalar un iPad a aquella rusa “joven, hermosa e inteligente” que fuera capaz de “arrancarse algo por Putin”), con la que el candidato reforzaba su imagen como uno de los políticos más sensuales del planeta, de acuerdo a las encuestas que le ofrecían entonces las revistas del corazón.

 

Al mismo tiempo que se construía la imagen del candidato varonil y sensual, se gestaba un movimiento conformado por jóvenes rusos cuyos intereses latían en otros ámbitos, que tomaban distancia de aquellos conflictos armados en Kosovo y otras regiones soviéticas durante el primer gobierno de Putin pero que construían la nueva oposición desde la vía cultural. Su nota común era la inconformidad.

 

Forman parte de una generación que ha nacido en el monopolio de los medios y la ilegalidad de la protesta. Desde que Putin retomó el mando soviético, ese país ha sido testigo de actos de grupos disidentes memorables: los Blue Buckets Group, que corrían sobre los autos de la policía llevando cubetas en las cabezas; o el colectivo de arte Voina, que dibujó un pene de 65 metros en las oficinas del Servicio Federal de Seguridad en San Peterbsurgo.

 

 

La joya de esos movimientos radicales han sido las ocho mujeres que se oponen al  Kremlin y cuyo distintivo son las faldas cortas y los pasamontañas de colores neón. Realizan conciertos esporádicos en lugares emblemáticos. Hacen música punk que ataca directamente a las figuras políticas de su país. Su promedio de edad es de 25 años y aseguran que cuentan con más de 30 integrantes. Todas sus actuaciones son ilegales y toman menos de dos minutos. Interpretan una canción y huyen. No hay anuncios previos. Son las Pussy Riots y conciben su movimiento “como  un cuerpo que palpita y crece”.

 

 

Preparadas en carreras de humanidades, las Pussy Riots dicen ser un grupo militante, punk y feminista que recorre calles y plazas para movilizar la energía pública acumulada contra la “junta de Putin”. Aseguran que su origen está en la necesidad de fomentar la cultura de la protesta, luego de que las elecciones presidenciales dieran pocas luces de producir un cambio en el modo de hacer política en su país.

 

 

Su movimiento rescata el carácter contestatario del punk (reconocen la influencia del Riot Grrrl, que en la década de los 90 defendió las banderas del punk y el feminismo), pero también se conducen con audacia por las teorías feministas de De Beauvoir y El segundo sexo, Pankhurst y sus valientes acciones sufragistas, Firestone y sus teorías reproductivas, el pensamiento nómada de Braidotti, la parodia académica de Judith Butler…

 

 

Pretendían oponerse al modo de gobernar de Putin y ahora son el estandarte de la oposición rusa. Se oponen al mismo hombre que combatió de manera sanguinaria y excesiva a sus opositores. Tres de ellas (Ekaterina Samutsevich, Nadezhda Tolokonnikova y Maria Alyokhin) han sido arrestadas y enfrentan cargos que las pueden llevar a prisión hasta por 7 años.

 

 

Ya lo habían hecho en el transporte público, el techo de una prisión y la Plaza Roja, pero fue el 21 de febrero cuando las Pussy Riots tuvieron su actuación estelar. Fue en el púlpito de la iglesia de Cristo el Salvador, una de la más importantes en Moscú, donde interpretaron una canción que repetía “Virgen María, llévate de aquí a Putin”.

 

 

Por esa y otras actuaciones, al día siguiente de volver al poder, en marzo del 2012, Putin incriminó a seis de las Pussy Riots con crímenes de odio y por alterar el orden público. En su acusación, enfrentan asuntos relacionados a estrictas leyes rusas referentes a manifestaciones y protestas. A los cargos oficiales se sumaron los de blasfemia y pecado, que les atribuyó la Iglesia Ortodoxa, un actor político que ha estado siempre enredado con quienes ostentan el poder, lo mismo en los tiempos del Zar, de Stalin o de Putin.

 

 

La sociedad rusa se dividió entre quienes pensaron que mantener en prisión a las ofensoras era muy severo o demasiado condescendiente. El propio Putin expresó su opinión: si las activistas hubieran cometido ese mismo acto en algún lugar musulmán sagrado, “ni siquiera habríamos tenido tiempo de ponerlas en custodia.”

 

 

En los meses que siguieron, la corte rusa denegó tres veces la petición de Nadia Tolokonnikova para esperar su juicio en libertad. Sus dos compañeras protestaron durante su detención con una huelga de hambre por tiempo indefinido. En ese contexto, el lunes pasado comenzó el juicio en que se decidirá si las tres chicas permanecerán en prisión o serán liberadas.

 

 

Amén de la sentencia, las Pussy Riots han conseguido poner la mirada en el sistema político ruso. Desde su detención, han logrado el apoyo oficial de Amnistía Internacional; Sting, Franz Ferdinand y Red Hot Chilli Peppers han mostrado su apoyo moral en sus conciertos de verano en Moscú; desde el Reino Unido, en plena efervescencia olímpica, ha llegado al Kremlin una carta firmada por Peter Townshend (The Who), Jarvis Cocker y Neil Tennant (Pet Shop Boys) donde aseguran que “oponerse es un derecho en cualquier democracia”;  en Noruega, Patty Smith las recordó por cometer ese “único crimen que es ser jóvenes, arrogantes y hermosas”.

 

Pero la que quizá sea la manifestación de apoyo más brutal de todas es la que ha hecho el pintor ruso Piotr Pavlensky, que decidió coserse los labios frente a la catedral de Kazan, en San Petersburgo, durante una protesta el pasado lunes en apoyo a las Pussy Riots.

 

Tras cuatro meses de arresto y en pleno proceso legal, la oposición de pasamontañas neón ha ganado notoriedad y consigue cada vez más apoyo entre sus connacionales. Las tres mujeres encarceladas se han convertido en un símbolo de la resistencia en las redes sociales. Conscientes de ello (el jueves pasado una de ellas se presentó a la primera audiencia portando una playera con la consigna de “no pasarán”, utilizada por los anarquistas españoles durante su guerra contra Franco), la táctica de las Pussy Riots ha rendido sus frutos: la presión sobre el Kremlin aumenta y los ojos del mundo esperan su liberación.

 

Ellas se mantienen firmes en un proyecto que ha provocado, desde la cultura, el movimiento de conciencias. Por ahora, las Pussy Riots se avocan a defender a sus compañeras en prisión, pero también hacen la convocatoria a unirse a su grupo o reciclarlo en la aldea global: “¿Saben de alguien que quiera venir a Moscú, tocar en conciertos ilegales y ayudarnos a luchar contra Putin y los chovinistas rusos? O quizá podría empezar alguien su propio Pussy Riot local, si Rusia les parece demasiado lejana y fría…”