Frase que es más bien súplica: “no me hagan santo”. Frase de un personaje todavía años atrás consciente –y quizá espantado- por la beatificación social que veía venir. Frase que reflejaba a Nelson Mandela como tipo sabedor de sus errores, carencias, defectos, y que, en un mundo tan soberbio, lo engrandece más.

 

En eso pensamos cuando aterrizamos en el pequeñísimo aeropuerto de Mthatha, en la vieja provincia afrikaans de Transkei. De ahí todavía conduciremos media hora entre terracería y alusiones constantes al patriarca sudafricano en cada letrero, fotografía, cafetería (aunque hay pocos comercios).

 

Con bastante esfuerzo, hallamos Mvezo, aldea natal de Mandela. Ahí nos encontraremos con su nieto Mandla, quien ha heredado el cargo de jefe de tribu ostentado por Nelson y más antepasados.

 

Mandla puede traducirse tanto del idioma zulu como del xhoza, como “poder”. Solían gritar los negros en las sublevaciones contra la supremacía blanca: aMandla! aWethu!: el poder, es nuestro. Todavía en pleno 2010, cada que tenemos la soporífera experiencia de escuchar a un político sudafricano dar un discurso (para la verborrea no hay diferencias culturales, queda claro), el único momento interesante se da al final, cuando el orador clama: aMandla!, y el auditorio contesta, aWethu!, ya con nada de reivindicación y mucho del desgano propio de una rutina como caminar cada mañana a tomar el autobús.

 

El asunto es que preguntamos en algunas chozas por el paradero de Inkosi Mandla, el jefe Mandla, y finalmente, tras bordear una colina, creemos estar cerca. Nos cruzamos con el único coche en la aldea al margen del nuestro, y preguntamos a su conductora:

 

-¿Sabe en donde se encuentra el Inkosi Mandla Mandela?

-Sí, está en Pretoria, se fue a una reunión de gobierno.

-No lo creo señora, tenemos una cita hoy con él, somos periodistas de México.

-Quizá tengan cita, pero él que está en Pretoria…

-¿Segura? Porque tenemos pactada una entrevista…

-Claro que estoy segura. Soy su madre.

 

Es así como nos encontramos en Mvezo sin poder entrevistar a Mandla, quien un par de horas después tiene la gentileza de avisar que, efectivamente, está a tres horas en avión, en Pretoria.

 

Para cuando llegamos al sitio exacto donde nació Mandela en 1918, aparece un muchacho con uniforme de la selección sudafricana de rugby (los apodados Springboks) que con su victoria en el Mundial de 1995 ayudara a pacificar, reconciliar y unir a un país dividido. Justo cuando se marcha y ya no hay forma de alcanzarlo, nos enteramos de que se trata de Mvuzo, hermano menor del jefe Mandla. En resumen: todo un festival de la imprecisión si lo que deseamos es tener palabras de gente relacionada sanguíneamente con el Nobel de la Paz.

 

Pasaremos esa mañana hablando con los habitantes de Mvezo, que son muy pocos. El censo registra 393 personas, aunque en horario laboral todos los varones están en algún lugar cercano trabajando o intentándolo (el índice de desempleo es especialmente alto en dicha zona).

 

La mejor de esas charlas es con una anciana a la que cuesta agacharse para alimentar a su ganado, pero de alguna manera consigue su cometido. Recargados en las frágiles paredes de su casa y suplicándole no se moleste en sacar comida, la oímos recordar a Nelson de adolescente. Su fuerza, la vivacidad de sus ojos, su voz poderosa desde que rebasó la infancia, su terquedad ante todo lo que le parecía injusto, el impacto que generó para la tribu su decisión de renunciar al cago nobiliario de jefe para marcharse a Johannesburgo a pelear contra el apartheid, los que le auguraban una muerte pronta, su gusto por un platillo especial que ella misma le prepara cada que vuelve a Mvezo (lo cual, dice algo triste, hace mucho no sucede, aludiendo a la edad de Mandela como si ella se mantuviera joven).

 

Días después por fin entrevistaremos a Mandla, en un lujoso hotel en Johannesburgo. Nos atiende poco después de reunirse con hombres de negocios, ejecutivos bien trajeados.

 

Mucho tiene del abuelo. Imposible saber si culpar a la genética o a algún afán de imitar a un antepasado al que se ve a diario en todo espectro de la vida sudafricana: aquí se habla del estilo Mandela para caminar, bailar, sonreír, hablar, gesticular, mirar.

 

Mandla desciende del primer matrimonio de Mandela. La muerte por SIDA de su padre en el 2005, supuso todo un cambio en la manera de enfrentar esta enfermedad que tiene contagiada a una cuarta parte de la población sudafricana.

 

Hablamos, sobre todo, del ser humano desconocido para casi todo el planeta.

 

Lo difícil que resultaba visitarlo en la cárcel. Su negación, siendo bebé, a saludar a un hombre al que no podía considerar siquiera pariente lejano. El papel de Winnie, segunda esposa de Nelson, para acercarlos. La tormenta que significó para la familia que el reo tan pronto se convirtiera en presidente, en icono, en paladín de la democracia, en héroe contra el racismo.

 

“Estábamos junto a un señor mayor al que casi nunca habíamos visto pero del que habíamos crecido escuchando mitos, y no todos sabíamos acercarnos a él… Había un rechazo involuntario”.

 

No hace falta que el Inkosi Mandla lo diga en la entrevista para confirmar una idea a menudo repetida por el círculo más cercano a Mandela: en su vejez ha estado solo. Su familia descendiente de Winnie, de ese segundo matrimonio, se aferró a la combatiente por encima del conciliador político.

 

Tampoco es necesario que el nieto lo describa con exactitud, para entender que ya en ese 2010, la lucidez del patriarca sudafricano ha mermado.

 

Le preguntamos si permitirá a su abuelo asistir a la inauguración del Mundial. Explica con las palabras más políticamente correctas: “Mi abuelo le dio su vida a una causa, a este país… Sacrificó todo por esto. Yo pido que a cambio en su vejez se le respete estar en paz. Tiene más de 90 años y una vida muy golpeada, muchos años de cárcel… Él está bien, de pronto se despierta con mucho ánimo, pasea por el jardín, no para de charlar, pero eso no es siempre… A veces las rodillas le duelen, las articulaciones… Y luego con el frío, y de noche, no haría sentido… Yo espero entiendan que su vida pública finalizó años atrás”.

 

Mes y medio después, Mandela aparecerá rápidamente en la final del Mundial, atravesando el terreno de juego en un carrito de golf, al lado de su esposa, Graca Machel. Sin duda, uno de los momentos de aquel torneo. Y es que lo que él mismo temía, el llegar a ser santificado, es precisamente lo que ha terminado por suceder en un mundo tan sediento de líderes e ideas, tan hambriento de personas que crean, defiendan, todo lo sacrifiquen, por una causa justa.

 

 

 

@albertolati

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